Efecto de invernadero
A pesar de la inexactitud del símil, la expresión "efecto de invernadero", aplicada al proceso atmosférico que constituye la piedra angular en la hipótesis de cambio climático, ha adquirido carta de naturaleza y experimentado una difusión extraordinaria a través de los distintos medios de comunicación. Pero dicha denominación es impropia y por añadidura, con mucha frecuencia, la imagen que se transmite del fenómeno así llamado, y sobre todo la que recibe el gran público, es imprecisa y sesgada. Algunos ejemplos convencen de ello. Así, ha llegado a ser creencia casi común que el susodicho "efecto de invernadero", consistente en la propiedad que poseen las moléculas de ciertos gases de absorber la radiación infrarroja y reenviarla a la superficie terrestre, es sumamente perjudicial y tiene origen en la actividad humana. Se trata, a todas luces, de generalizaciones inadmisibles: el mecanismo aludido es, en principio, natural y, con tal carácter, en modo alguno resulta dañino; cuestión diferente es que su intensificación antropógena entrañe graves riesgos. Sin la presencia de los citados gases, la temperatura media global en la superficie de nuestro planeta descendería de los 15º centígrados actuales a -18º, que resultaría de una oscilación brutal, con registros de -150º para la noche y de 100º durante el día, valores que hablan por sí solos y no requieren comentario alguno. Recordemos también, en idéntico sentido, que durante esta estación del año y las aledañas los citricultores valencianos temen que el descenso térmico se vea agudizado por temperies de calma anticiclónica y cielos despejados, es decir, presencia de condiciones meteorológicas donde, debilitada la capacidad de retención de radiación infrarroja, crece, en temible contrapartida, el peligro de las heladas de irradiación o blancas. A mayor abundamiento, es de notar que en desiertos subtropicales sin nieblas, con humedades relativas y relaciones de mezcla ínfimas, las oscilaciones térmicas diarias llegan a superar los 50º centígrados, de manera que en menos de veinticuatro horas puede pasarse de máximas de esa entidad o superiores a mínimas inferiores a 0º. A diferencia, en climas hipertropicales, con fracciones de saturación habituales cuyos cocientes rondan o alcanzan la unidad, la oscilación se reduce a una décima parte, en torno a 5º; y los contrastes no paran ahí: a pesar de que los climas hipertropicales se sitúan a latitudes más bajas que los desiertos subtropicales, éstos registran las temperaturas más elevadas de la Tierra. Además, esta breve comparación plantea asimismo una aparente paradoja, que reclama aclaración. De lo expuesto debe inferirse, sin reserva alguna, que el "efecto de invernadero" resulta muy superior sobre las selvas amazónicas o congoleñas que en el Sáhara, siendo así que el porcentaje de dióxido de carbono no puede suponerse en las primeras, que incorporan a través de la fotosíntesis grandes cantidades de carbono, superior al existente en el indicado desierto. Debe, por tanto, concluirse, sin riesgo alguno de error, que el gran protagonista de la absorción de la radiación de onda larga no es, en este caso, el dióxido de carbono. Pero se puede y debe ir mucho más allá, para afirmar que, con carácter general, y muy destacado, el primer responsable del denominado "efecto de invernadero" es, pura y simplemente, el vapor de agua. Esta observación elemental parece, más que oportuna, obligada, por cuanto no es raro que en la enumeración divulgativa de los gases que intervienen en el proceso considerado falte el vapor de agua, por más que ningún científico le niegue su papel de primer orden. Así, el modelo que prevé un ascenso de 2º centígrados en la temperatura del aire si su contenido de dióxido de carbono se duplicase, estima que las tres cuartas partes de aquél serían atribuibles a la mayor presencia de vapor de agua en la masa atmosférica, a causa del incremento térmico motivado por esa adición del referido gas carbónico. Resulta enteramente lógico que se centre la atención en la incorporación antropógena a la atmósfera de dióxido de carbono, metano, óxido nitroso o clorofluorcarbonos, pero no es admisible la absoluta falta de mención del complicado problema que representan interacciones y retroacciones de alcances por determinar. Las cuestiones brevemente consideradas no representan sino parva muestra de las innumerables imprecisiones de todo tipo, metonimias clamorosas, pintorescas imputaciones, sorprendentes afirmaciones y precipitadas conclusiones de uno u otro signo, que menudean en torno a la hipótesis de cambio climático. Por ello, aun conscientes de la singular dificultad que, en este y otros aspectos, entraña un campo de investigación, a pesar del esfuerzo volcado, incipiente, sumamente complejo y no siempre aséptico, reclamar el esfuerzo conjunto de investigadores y comunicadores para que la divulgación al respecto adquiera un nivel aceptable de calidad no parece, con todo, fuera de lugar.
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