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El discreto encanto del centrismo

En este vertiginoso fin de milenio, los parámetros clásicos de nuestra vida cotidiana entran en crisis. Nada se salva: desde la física cuántica o la estructura del DNA a las teorías sobre el origen del universo, todo está en discusión. Si en algo se precia, pues, la sociología política no debe ser ajena a tan oficial tendencia. Liquidado el comunismo, es tiempo de una nueva vuelta de tuerca: sentenciar la quiebra del Estado de bienestar -incluso en países que nunca lo disfrutaron o que aún se encuentran en niveles de prestaciones sociales decididamente humildes- y ofrecer una nueva revelación que recupere para el individuo un confortable horizonte político. Ha llegado el fin de la Historia. La buena nueva es el centrismo.El término es de por sí ambiguo y ésta es una de sus más sublimes conquistas: en un momento de animadversión frente a toda ideología, acertar en un concepto que, aunque no sea nuevo, parece ajeno a cualquier tradición política, lejano de toda evocación a contienda doctrinal, resulta un hallazgo impagable. ¡Adiós, Weltanschauung! Los ciudadanos deberíamos otorgar alguna mención a sus autores por el simple hecho de ofrecernos un código de referencia que deje atrás todas las maledicencias de las viejas ideologías, de la política convencional que conocemos.

No conozco aún una explicación razonable acerca de lo que constituya el centrismo; por el contrario, he visto a más de un exégeta en serios aprietos cuando se le ha requerido una aclaración sobre el nuevo dogma. Más aún, diríase que parte de su fulgurante éxito está precisamente en lo indefinible del término, porque el estado natural del centrismo es su aparente ambigüedad. El centrismo no es una ideología política, menos aún una actitud, como pretende algún pedante. Es un coloide, es una emulsión política que dispone de suficiente maleabilidad para adecuarse a cualquier accidente del terreno político.

Por lo tanto, en la jerga que le es tan afín de la mercadotecnia, lo importante es que el producto tenga market gap, es decir, una posición diferenciada y ventajosa en el sentido de que pueda suscitar mayores expectativas que repulsiones. Y, desde este punto de vista, el centrismo no puede ser más eficaz. Sus resonancias son positivas desde toda perspectiva. En Física es sinónimo de equilibrio; en Teología, de virtud; en Derecho, de justicia. Incluso, en nuestra vida personal, nos centramos sólo cuando conseguimos el estado o los conocimientos necesarios para obrar con rectitud y seguridad. Hemos conocido antifascistas y anticomunistas, pero ¿quién así podría declararse anticentrista? ¡Qué tranquilidad, al fin una oferta política que me evita las dudas del escepticismo pertinaz!

Ya tenemos una marca sufientemente inocua cuya evocación no produce rechazo alguno. Nos falta ahora conceptualizarla, es decir, conseguir que ofrezca ciertas pistas sobre sus beneficios. Nada demasiado comprometido, pero que permita a sus eventuales compradores una mínima sensación de rentabilidad y tranquilidad.

Tal como están las cosas, lo primero y más ventajoso es unirse al ciudadano medio en sus sospechas acerca del Estado, el último de los grandes monstruos de la razón. El centrista -siempre sin excesos- abona la vieja y falsa dicotomía entre Estado y Sociedad, para alistarse inmediatamente en la última. Porque pueden encontrarse con facilidad detractores del Estado -algunos supervivientes anarquistas de izquierda y toda una nueva cohorte de anarquistas de derecha-, pero nadie en sus cabales querrá ser tenido por antisocial.

De ello, las grandes incursiones del centrismo en disciplinas tan dispares como la geometría euclidiana y el management moderno. En efecto, en la primera han descubierto el Estado mínimo; en el segundo, el Estado gerencial. Por un lado, el centrismo nos salva así de la acción expansiva del Estado protector, empeñado en corregir toda suerte de desigualdades sociales con sospechosas políticas redistributivas. Además, el Estado no tiene ya la dimensión apropiada. Tal como desde Harvard les sopló D. Bell (¿constatación o deseo?), el Estado es demasiado grande para resolver los problemas más inmediatos del ciudadano y demasiado inútil para abordar las grandes cuestiones derivadas de la globalización. En caso de duda, pues, ahorremos Estado.

Y privaticemos, sólo así devolveremos a los individuos sus auténticas potencialidades. A todo lo más, el Estado sirve para despachar el DNI, pero el resto lo debe gestionar la sociedad, el mercado. Oí a un contertulio radiofónico una confesión definitiva: todo lo arregla el mercado, y lo que no arregle el mercado no lo arregla ni Dios. Para los modales de un buen centrista, la expresión es formalmente inmoderada, pero inapelable en el fondo.

Por eso el centrista alardea de su condición de gestor, nunca de la de político. En su biografía no figuran grandes gestas políticas ni compromisos partidarios. Su medio ambiente natural es el consejo de administración o el comité de dirección. Para evitar cualquier suspicacia, nos ofrece sus servicios como modesto contable, como administrador invariablemente atento a las peticiones de la mayoría de los vecinos. Aunque el edificio esté en ruinas, siempre propone los mínimos gastos y siempre presenta unas cuentas saneadas. Todo ventajas.

Es cortésmente respetuoso con los programas políticos, con el Parlamento; todavía más con la opinión publicada. Pero su auténtica fidelidad está en las encuestas, y piensa que muestra con ello una devoción insuperable por la soberanía popular. Ha renunciado a todo compromiso de intervenir en la orientación de una sociedad -eso ya lo resolverá ventajosamente el mercado- y se limita a administrar pulcramente las cuentas. Es el Estado sin Política.

Se nos ofrece, pues, un dogma indeterminado, un Estado mínimo y un político imposible de calificar como tal. ¿Qué es eso sino el fin de la Política, el reino de la felicidad, en suma? En esta angustia milenaria, el centrismo es la aportación más genuina a la superación del caos y el desorden. Nos descubre, en fin, que también en política pueden existir la simplicidad y la belleza. Démosle las gracias.

Antonio Kindelán es sociólogo.

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