El debate sobre los espacios públicosJOAN SUBIRATS
Un paseo por algunas de las plazas más emblemáticas de Ciutat Vella o de Gràcia muestran un panorama de balcones engalanados con todo tipo de sábanas y carteles en los que se exige del Ayuntamiento una rápida respuesta a los ruidos, escandaleras y demás residuos (que si creemos a los vecinos convierten ciertas esquinas y recovecos en verdaderos urinarios) producidos por la concentración de bares, alcohol y música en esos preciados espacios públicos. No hay nada nuevo en ese tipo de conflicto típicamente urbano. Quizá el cambio estriba en la mayor generalización y explicitación de las protestas y en la clara conexión de este asunto con el debate más general de las alternativas de uso en calles y plazas de Barcelona. Las exigencias de mayor y mejor espacio para peatones, padres, madres, niños y niñas, bicicletas, aparcamientos, zonas comerciales, equipamientos, ocio, fiestas populares y necesidades de descanso, se entremezclan con las muchas otras demandas y posibilidades de que dispone, permite o reclama una ciudad como Barcelona. Todos sabemos que la ciudad es un gran agregado de personas que se interrelacionan a partir de los distintos papeles que van asumiendo en su quehacer diario. A veces somos padres paseando nuestros hijos, a veces hijos cuidando de los mayores, otras veces cogemos el coche para desplazarnos al trabajo, para luego buscar espacios que nos permitan ejercer de peatones. Queremos dormir y descansar, pero también disfrutar de la noche tomando una copa con los amigos de cuando en cuando. La vida urbana toma cuerpo cuando las personas combinamos esos papeles ejerciéndolos de forma distinta en distintos momentos, y adaptándonos unos a otros de manera más o menos conflictiva. Desde este punto de vista, la gran ventaja de la ciudad es su maleabilidad, su constante cambio de identidad. Esa indeterminación, para lo bueno y para lo menos bueno, permite que estemos constantemente invitados a rehacer la ciudad, a confirmar los distintos modos en que puede ser vivida. Nosotros la formamos con nuestras acciones y la ciudad nos forma a nosotros con sus resistencias a las tentativas de imponerle nuestra voluntad. Lo importante es saber hasta qué punto en el conjunto de esa interacción social existe espacio para la negociación de qué papeles ejercer y de cuándo ejercerlos. Pedimos a la ciudad que sea capaz de ofrecer oportunidades de ocio, construir ocasiones de descanso, gestionar las contradicciones que la urbe contiene entre jóvenes y ancianos, entre los de toda la vida y los recién llegados, entre los capaces y los discapacitados, entre los que disponen de recursos suficientes y los que viven en la precariedad social y humana. Y ello debería poder hacerse sin encapsular los distintos espacios urbanos. Sin generar lo que hace años Beck denominó la "ciudad o", una ciudad en la que sólo es posible hacer esto o aquello. En ese tipo de ciudad acaba predominando la separación, la delimitación y la restricción. El deseo de clarificar los papeles, de obsesionarse por la seguridad y el control, genera segregación. La alternativa a buscar es lo que podríamos denominar ciudad y. Una ciudad inclusiva. Marcada por la diversidad de usos, por la capacidad de integrar combinaciones de funciones, caracterizada por su ambivalencia. En Barcelona estamos en un momento delicado. El atractivo de la ciudad ha venido determinado en buena parte por la capacidad que ha tenido la gran transformación urbana de estos últimos años de no generar encapsulamientos, especializaciones funcionales y territoriales demasiado marcadas. Ciertas zonas del Ensanche son hoy expresión de los peligros que nos acechan. Expresión de lo que ya pasa en las desiertas ciudades centrales de muchas grandes urbes europeas y americanas. Mantener la rara vigencia de nuestra ciudad y, evitar el deslizamiento hacia la ciudad o (e incluso a la ciudad no) exige hacer posible la convivencia de términos y realidades que parecen excluyentes por definición: intimidad y anonimato; comunidad y libertad. Exige aceptar dosis variables de inseguridad, de diversidad, de disenso y de conflicto. La ciudad construye su atractivo en el mantenimiento de espacios abiertos en los que deje de predominar el miedo a lo desconocido y donde se valore la excitación por la curiosidad, el gusto que proporcionan las oportunidades y la libertad. Se me dirá que todo esto poco tiene que ver con los ruidos, con los escándalos, con la suciedad y la mala educación. Las plazas de Gràcia o de Ciutat Vella son espacios privilegiados en los que hasta ahora se ha podido vivir, trabajar, divertirse, estar juntos y confrontar y compartir necesidades, papeles y deseos de unos y otros. Sin duda, ello ha provocado, provoca y provocará problemas. La variedad de contradicciones que se dan en estos espacios los hace precisamente atractivos. Sin duda, es más fácil teorizar sobre ello que vivirlo, y por ello es básico implicar a sus gentes en la búsqueda de los ámbitos de convivencia necesarios. Pero no olvidemos que si acabamos pretendiendo imponer una sola de las alternativas posibles, si queremos decantar ese frágil equilibrio hacia uno de los lados (las plazas sólo para los que viven en ellas o las plazas sólo como islas de recreo sin reglas), sólo lograremos matar ese atractivo para unos y para otros. Tendremos plazas muertas o minimaremàgnums artificiales. El reto está, en definitiva, en lograr mantener nuestra capacidad de seguir siendo ciudad y.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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