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Tribuna
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La economía de trueque

Juan José Millás

Un día por la tarde estábamos viendo la televisión cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir mi madre y apareció al otro lado un individuo de dimensiones portentosas y aspecto bohemio que se identificó como el pintor Enrique Gran. En casa no teníamos tratos con artistas, ni con bohemios, por lo que a la amenaza de aquella presencia física imponente se sumó en seguida el desasosiego que produce la estética cuando se presenta sin avisar.El pintor preguntó por mi padre, que era un hombre menudo y solía llevar zapatillas de cuadros y batín, e inclinándose hacia él en medio de un pasillo de las dimensiones de un tubo, le dijo que tenía un grave problema y que un médico le había dicho que sólo Vicente Millás se lo podía arreglar.

El problema era que Enrique Gran había desarrollado de súbito una alergia a la pintura y que al poco de ponerse a trabajar le salían granos, o le picaba todo el cuerpo, no sé, el caso es que no podía acercarse a la paleta y los médicos no encontraban el antídoto para curarle.

Mi padre no era médico. Se dedicaba a la electromedicina y fabricaba toda clase de aparatos, desde bisturíes eléctricos a lámparas de quirófano, pasando por unos electroshocks portátiles de su invención que hicieron mucha fortuna en los manicomios de la época. De alergias no sabía nada, en fin, pero era un hombre que no podía meterse en la cama sin haberse introducido previamente un problema de orden práctico en la cabeza, a modo de ansiolítico. Se enfrentaba a ellos como a dificultades narrativas, de forma que cuando daba con el hilo conductor del relato, se levantaba de la cama, se metía en su taller y a los pocos días salía con un artefacto entre las manos que también tenía algo de novela.

A la semana siguiente regresó Enrique Gran y mi padre le mostró una especie casco de buzo que había construido con un cubo de la basura invertido y del que salían dos tubos que era preciso conducir hasta una ventana.

Un pequeño motor aspiraba el aire limpio por uno de los tubos y lo expulsaba, una vez usado, por el otro. El pintor se colocó el artefacto con la ceremonia con que otros se prueban en el sastre una chaqueta y dio unos pasos con él por minúsculo salón de casa. Parecía un astronauta de los que años más tarde pisarían la luna. Recuerdo que durante la retransmisión del acontecimiento, lo primero que dijo mi madre al ver descender a Neil Amstrong de la nave fue eso:

-Se parece a Enrique Gran con el artefacto de vuestro padre. El pintor, en fin, se llevó el invento a su estudio, y pasados unos días mi padre fue visitarle en compañía de mi madre, que se puso para la ocasión un collar de perlas Majórica: la pobre estaba convencida de que combinaban muy bien con el ambiente bohemio.

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Sorprendieron, según contaban luego, al artista en plena faena, o sea disfrazado de astronauta, y mi padre quedó muy satisfecho de la movilidad de las extremidades y del rendimiento general del trasto. Gran, por su parte, estaba encantado y no sabía cómo manifestar su agradecimiento a mi padre, que no quiso cobrarle nada. Mi padre nunca fue capaz de poner precio a sus inventos. Siempre soñó con el regreso a la economía de trueque, donde las cosas que se intercambiaban entre sí las personas eran reales. Muchas veces, en sus últimos días, se empeñaba en explicarme los mecanismos de esta forma de relación:

-Si a ti te sobran gallinas, pero te faltan conejos, te acercas a un vecino que le sobren conejos y le falten gallinas y hacéis un intercambio, ¿comprendes?

-Sí, papá.

A Enrique Gran le debía pasar lo mismo, porque a los pocos días, un sábado por la tarde, sonó el timbre de la puerta y cuando mi madre fue a abrir apareció él con tres cuadros suyos bajo el brazo.

Las pinturas más importante que habían lucido en las paredes de mi casa hasta entonces eran las de los calendarios de la Unión de Explosivos Riotinto (aquellas mujeres cazadoras de cuya cintura colgaban unas perdices muertas, ¿recuerdan?), pero a Enrique Gran no le importó que sus hermosos cuadros convivieran con ellas. Murió la semana pasada, abrasado en su estudio de la calle Treviana, en Ciudad Lineal.

Por lo visto, tenía problemas para moverse debido a una grave enfermedad. Si mi padre hubiera vivido, le habría inventado un trasto para ir de un lado a otro a cambio de un dibujo.

Descansen en paz él y la economía de trueque.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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