_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Estamos de más en el presente

Manuel Cruz

Todavía no sé si fue una idea feliz o desgraciada la de visitar el pasado verano aquel parque temático. Entretenida sí resultó la visita, de eso no hay duda alguna. En semejantes lugares se ofrecen intensidades en un estado máximamente puro. Por ejemplo, se ofrecen complicadas maquinarias destinadas en exclusiva a provocar el pánico. Tarea que, dicho sea de paso, llevan a cabo con gran eficacia. Cuando uno se ve en lo alto de cualquiera de las múltiples montañas rusas entre las que escoger, y constata que aquello que desde el suelo se percibía como suave curva se ha transformado, por arte de magia, en pared cortada a pico, por un instante cree sentirse en la piel de los que han pasado por los peores trances, entender esa particular combinación de dulce abandono y feroz resistencia que, dicen, se experimenta ante lo irremediable.Ahora bien, por contundente que pueda resultar la experiencia, apenas nada hay en ella de sorprendente. A fin de cuentas, en estos lugares se trata inequívocamente de eso. Los innumerables visitantes que aguardan, pacientes, en las larguísimas colas que se forman ante las atracciones más celebradas andan precisamente en busca de ese raro instante, de esa característica presión en la boca del estómago que acaba dando paso, cuando todo termina, a un alivio desmayado, a un gemido de satisfacción (o de derrota). Pero ese ciclo del anhelo sistemáticamente colmado, de la expectativa mecánicamente satisfecha, que se reitera sin cesar hasta que el día o el cuerpo no dan más de sí, tal vez pueda distraer de lo característico que aquí ocurre, pero no consigue ocultarlo.

En contra de lo que a primera vista pudiera parecer, los protagonistas de todo esto no son los jóvenes que, alborozados, levantan los brazos en el momento de la vertiginosa caída, ni los adolescentes, sudorosos y gritones, que compiten por llegar cuanto antes al siguiente artefacto. En realidad, todos ellos, junto con los abundantes parientes que les suelen acompañar, desempeñan una extraña función como de comparsas en medio de esta historia. Porque de historia, o de historias, parece ir realmente esto. Acaso, como tantas veces acostumbra a ocurrir, el secreto esté escondido en el mejor lugar, esto es, bien a la vista, y bastase con atender al cambio de denominación para empezar a percibir por dónde pasa la especificidad de esos lugares. Lugares que han abandonado su antigua y descriptiva denominación de "parque de atracciones" para adoptar la más grandilocuente de "parque temático".

Es de suponer que quien propuso el nuevo nombre lo hizo para dejar claro que estos nuevos parques pretenden ir más allá del mero entretenimiento, o para dar a entender que, manteniendo la aspiración a entretener, se proponen alcanzar ese objetivo por vías distintas a las de la simple atracción. Es de suponer también que los temas aludidos hacen referencia a épocas, momentos históricos o civilizaciones. El caso es que al visitante se le ofrece la posibilidad de transitar del antiguo Egipto al Lejano Oeste, de la China de la dinastía Ming a la civilización maya, sin olvidar la Polinesia o la Roma imperial, dejando en sus manos el concreto trazado de la ruta. El visitante queda de esta manera convertido en viajero, en una peculiar modalidad de viajero a través de la historia.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

En su recorrido se irá encontrando con cuidadas reconstrucciones, con réplicas impecables de aquellos mundos. Todo está en su sitio, no se ha descuidado el menor aspecto, ni se ha dejado ningún cabo suelto, hasta el extremo de que, fugazmente, cualquiera de nosotros puede llegar a sentirse transportado a alguna de esas épocas. Pero el sueño, la fantasía del viaje por el tiempo, se ve siempre interrumpida de la misma forma, por la misma razón. Siempre hay alguien que nos impide olvidarnos de quiénes somos y de dónde estamos. Imposible no toparse con alguno de los muchísi-mos visitantes que llevan escrito en su cuerpo, en su indumentaria, en su expresión o en su actitud el tiempo y la realidad de la que provienen. Gentes que no están en el guión y que se empeñan, de forma tan impertinente como provocadora, en irrumpir en la escena (¿qué hace esa señora en bermudas filmando con su cámara de vídeo a las coristas del saloon?). Sin derecho alguno, por cierto: pertenecen a una época o a un lugar que no se corresponde con ninguna de las opciones existentes. Llevan el único disfraz que no estaba previsto.

Pero si la experiencia es significativa es porque no es excepcional. A fin de cuentas, también son parques temáticos, sólo que en miniatura, muchos de esos cafés que han empezado a proliferar en nuestras ciudades. Josep Ramoneda se refería recientemente, en un artículo aparecido en la edición catalana de este periódico (Terceras vías, 30 de noviembre pasado), a lo sucedido con uno de los establecimientos más tradicionales de Barcelona, el café Zúrich, que fue cerrado para poder construir en el solar un nuevo edificio, y que ahora se reabre, haciendo gala de que está igual a como estuvo siempre. Hay casos peores: en el paseo de Gracia existe otro café, inaugurado hace no mucho en un local antes ocupado por una sucursal bancaria, en el que ni la atenta mirada del profesional más crítico podría encontrar el menor fallo en la reconstrucción. Todo pertenece a otra época. No hay un solo elemento que refiera a la actualidad.

No puede ser casual -ni ser sólo cosa de meros intereses comerciales- tanto empeño en resucitar lo perdido. En realidad, todo esto -junto con algún indicio más: verbigracia, algunas de las recientes Exposiciones Universales- parece estar informando de un auténtico cambio en nuestro modo de vernos en el mundo. Hemos dado un paso más sobre la vieja fantasía de viajar por el tiempo: ahora ya producimos el pasado, lo construimos a voluntad. Caducó el principio escolástico medieval "el pasado puede más que Dios", que intentaba señalar el carácter irreversible de lo sucedido. Pues bien, nosotros ahora (creemos que) podemos con el pasado. He aquí un delirio de omnipotencia, que ha hecho saltar por los aires muchas de nuestras más arraigadas expectativas, pero que, al mismo tiempo, nos ha colocado frente al vértigo de la decisión.

Porque, paradojas de la vida, esa presunta omnipotencia parece no estar siendo capaz de producir en este momento otra cosa que la reiteración. El futuro, ese territorio de lo imaginario tan visitado en otras épocas, hace tiempo que desapareció de nuestro horizonte de pensamiento, tal vez por su carácter delator: cualquier representación de futuro informa, con precisión de orfebre, del presente desde el que está realizada; no pasa de ser, a ojos vista, una proyección hacia adelante de los anhelos y temores del hoy. El pasado, en cambio, ofrece la gran ventaja de mantenernos en la sombra: parece un asunto de otros, concretamente de quienes lo hicieron ser como fue. Tal vez sea ésa la razón por la que se está vaciando de contenido el presente, devaluándolo a la condición de simple mirador desde el que contemplar el pasado.

Pero quienes se aplican a esa labor incurren en una doble falacia: de una parte, creen que mantener lo que había tal cual, conservarlo intacto como si el tiempo no hubiera pasado, equivale a abstenerse de tomar una decisión -parar el reloj de la historia en la fecha de nacimiento de lo conservado-, cuando está claro que no es así: conservar es tomar una decisión en el presente. Además, esta actitud se abstiene igualmente de criticar la decisión del pasado, la asume como inobjetable -por no decir como gozoso e inexorable destino-. Se olvida de esta forma que cuando alguien decidió construir ese café que ahora sobrevive embalsamado, o que se toma como modelo para copiarlo al detalle, lo hizo muy probablemente contra lo que había allí antes, y tuvo que hacer valer su decisión. Pero a los clientes de hoy eso no parece importarles en exceso: les hace gracia el anacronismo y, si acaso, procuran no desentonar con el decorado. Sin duda, estamos de más en este extraño presente. O tal vez sea que es el presente mismo el que empieza a estar de más.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_