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Sólo el consenso es solución

En el libro que Taurus acaba de publicar con las reflexiones de los siete ponentes constitucionales acerca del texto de nuestra ley fundamental, llama la atención que sus autores, estando tan de acuerdo en lo positivo de la misma que apenas si dedican espacio a ello en las páginas que tienen encomendadas, difieren, incluso con crudeza y en aspectos decisivos, a la hora de referirse a la organización territorial del Estado y a las reivindicaciones nacionalistas. Resulta, por tanto, que quienes en su momento fueron autores principales de esa hazaña histórica de poner de acuerdo a unos españoles cuya propensión parece la contraria han vuelto a la posición anterior a ese acuerdo sobre el texto constitucional. De todo ello bien se podría hacer una interpretación catastrofista: puesto que es así, resultaría que somos bastante menos modélicos de lo que solemos pensar. Pero, si nos detenemos a pensar por un segundo, en realidad el libro no hace otra cosa que testimoniar una discrepancia importante de los españoles y, gracias a la altura de los autores, empezar a librarla del inconveniente más grave que ha tenido.Ese defecto perturbador puede ser descrito como una especie de ruido ensordecedor sobre cuestiones más o menos importantes, propio de un jolgorio veinteañero y no de una discusión civilizada que ha impedido que el debate encuentre solución cuando ésta no es en absoluto imposible. La consecuencia de ello ha sido que, de forma habitual, se haya procedido a una especie de mecanismo de reacción pavloviana que no hace sino incrementar la espiral del desacuerdo y que ni tiene en cuenta datos objetivos de la realidad ni hace el menor esfuerzo por conducir al acuerdo. Pongamos algunos ejemplos. En la polémica sobre la enseñanza de la historia se escribieron casi 700 artículos con tesis tan peregrinas -y no sólo indefendibles por historiadores, sino dignas de producirles rubor- como que Galicia es nación desde los suevos o que Castilla lo es desde el Cid. Los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos se han unido y ello ha motivado una reacción airada de españolistas, confesos e inconfesos, sin darse cuenta de que "Galeusca" es en sí misma el resultado de una reacción previa ante una incomprensión sentida no tanto hacia sus pretensiones como a su existencia misma. El presidente de la Generalitat asegura que España no es una nación, y eso se ve como una ofensa cuando hubiera bastado que dijera que él no la sentía como tal para que la indignación careciera de sentido. Se reprocha a los políticos nacionalistas de todo pelaje el practicar el "memorial de agravios" como única política posible, cuando en realidad la capacidad de convertirse en pelmazo presentando argumentos y posiciones inaceptables para el común de los mortales es característica del político profesional, sin necesidad de que sea nacionalista. Un buen símil para describir la situación consistiría en presentarla como una especie de partido de frontón en que la pelota vuelve del adversario con la velocidad multiplicada de forma exponencial por el choque con la pared.

El ruido ensordecedor se ve aumentado por dos factores adicionales. En primer lugar, por vez primera en la reciente política española, ha aparecido el fenómeno de la transversalidad: las posiciones no se definen en el eje de izquierda-derecha, sino respecto a la posición en torno a los nacionalismos. En segundo lugar, por excepción durante mucho tiempo, el debate político ha llegado a los intelectuales. Eso tiene una explicación: en ninguna otra cuestión la solución es tan difícil y están tan involucrados lo público y lo privado, los derechos individuales y el papel del Estado como en ella. Sucede, sin embargo, que los intelectuales han tendido, más bien, a ejercer como profetas apocalípticos, propulsores de la destrucción de cualquier consenso y aprovisionadores de argumentos contra el adversario, cuando no a propugnar soluciones imposibles. En un libro de éxito, su autor, que tiene una cuestión personal pendiente que resolver con el nacionalismo vasco, se regocija ante el hecho de que Sabino Arana, en su luna de miel, padeciera una disentería con la consiguiente diarrea. Otro llega a proponer un consejo jurisdiccional entre el Parlamento español y el catalán presidido por el Rey para resolver las cuestiones disputadas, con lo que otorga a este último unos poderes equivalentes a los de un monarca absoluto. A eso se llaman insultos gratuitos y organismos imposibles. A veces se olvidan datos objetivos que podrían servir como término de comparación, como que Bélgica ha cambiado cuatro veces su Constitución desde 1969 para federalizarse o que Quebec realiza periódicos referendos. Propuestas como éstas en España llevarían a la consideración de los proponentes como dementes o traidores (o las dos cosas a la vez).

La verdad es que soluciones que suenan en principio muy bien son de difícil aplicación al caso español. Tomemos, por ejemplo, el término "federalismo". Ya Istyan Bibó, un politólogo húngaro, dijo que con ese término no se daba solución a los problemas de convivencia entre nacionalidades: como en los problemas de pareja, lo primero y principal es definir los mutuos sentimientos y no ir al matrimonio para resolverlos en él, porque este último crea ya una situación de por sí complicada. Los Estados federales democráticos que han tenido éxito no son multinacionales, y el término "federalismo", sin ulterior precisión, no es una especie de ungüento milagroso. Tampoco la autodeterminación tiene esos efectos. Ese principio fue propuesto por el presidente norteamericano Wilson en 1918, pero su secretario de Estado, Lansing, estuvo menos convencido de su bondad: era una propuesta "cargada de dinamita" que hacía nacer esperanzas que nunca podrían ser realizadas, aparte de que estaba destinado a convertirse en una especie de derecho "camaleónico": lo malo de él es que, en sociedades muy fragmentadas, la minoría que se autodetermina puede acabar vulnerando los mismos derechos que ha exigido previamente.

En definitiva, lo que aquí se propone es que dejemos de lanzar argumentos contra el adversario para que reboten en él y procuremos constatar la realidad y cambiar el clima para resolver el problema. Quienes no sienten ninguna simpatía por el nacionalismo debieran, al menos, ser conscientes de que la cuestión que plantea tiene la suficiente envergadura para que merezca más la pena entenderlo que combatirlo. Los nacionalistas, al mismo tiempo, tendrían que saber que no resuelven nada ensimismándose con lo propio sin tratar de definir la relación con lo próximo. No basta con decir que España es "entrañable", hay que definir en qué consiste ese sentimiento. Sólo de esta manera se podrá pasar, utilizando el símil orteguiano, del conllevar al convivir.

Hay que volver a utilizar un término con el que nos emborrachamos en el pasado y que ahora parece poco de moda: el diálogo. Nadie dudará que está hoy más justificado que en aquellos tiempos en que las distancias eran, en realidad, mucho mayores. Hoy podemos decir que España tiene un punto de partida óptimo para resolver el problema de su pluralidad. No sólo ha hecho una transición a la democracia ejemplar, sino que también ha sabido, en un plazo muy corto de tiempo, construir un Estado muy descentralizado, aceptado por todos e irreversible, ya que está además estrechamente ligado al sistema político de que gozamos.

Hay razones sobradas, por tanto, para hablar con claridad, sin abrazos teatrales, pero sin ver tampoco como obligación el ejercicio de la confrontación sistemática. Por descontado, ésta puede resultar más divertida para quien la practica y quien la observa. Pero no se trata de eso, sino de dar una solución a un problema real que envenena la convivencia diaria. Ya nos hemos entretenido bastante con la esgrima dialéctica. Ahora habrá que tomar en serio la posibilidad de darse cuenta de que hoy, como hace 20años, tan sólo el consenso es solución.

Javier Tusell es historiador.

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