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Cercados por el hormigón

Poco antes de la llegada de los Reyes Católicos, hace más de cinco siglos, la vega de Granada era un territorio virgen. Encharcada en su zona central, la vegetación palustre, de la que hoy pueden verse restos en la zona del aeropuerto, daba cobijo a un buen número de aves acuáticas. En los alrededores de aquel humedal crecían encinares (de los que la toponimia se hace eco en lugares como El Chaparral o el Cerro de la Encina) y pinares autóctonos (que también tienen reflejo en nombres como Pinos Puente o Pinos Genil), en los que habitaban lobos, linces y hasta osos. Con la reconquista se inició la transformación de ese territorio. Pero la humanización de la vega no adquirió tintes preocupantes hasta mediados del siglo XX, cuando la expansión urbanística de la ciudad de Granada comenzó a amenazar estos espacios rurales. Aunque parte del daño estaba ya hecho, a comienzos de los noventa la Junta de Andalucía encargó a un grupo de especialistas universitarios que estudiaran la mejor manera de hacer compatible el desarrollo de la capital con la conservación de su cinturón natural. En el trabajo, dirigido por Francisco Valle, catedrático de Botánica de Granada, colaboraron una veintena de expertos. El resultado fue un voluminoso estudio en el que se hacían múltiples propuestas de actuación, aplicables, además, a otras ciudades andaluzas. Ninguna intervención El documento, entregado hace dos años, no se ha traducido en ningún tipo de intervención, como lamenta Valle. A su juicio, la expansión de Granada debería planificarse "atendiendo a los espacios vacíos que el proceso urbanizador va a ir dejando salpicados por el territorio". Estas zonas suelen reservarse para parques y jardines, aunque, con demasiada frecuencia, este tipo de equipamientos nunca se construyen, "y los solares terminan convertidos en escombreras, basureros o bolsas de marginación". Para estas y otras zonas no urbanizables del entorno de la capital, como el río Beiro, las canteras de la Zubia o el vertedero de Víznar, estos especialistas proponen recuperar la vegetación natural, una fórmula sencilla y barata con la que se logran "áreas de esparcimiento ciudadano que, además, contribuyen a conservar el paisaje y sus recursos naturales y frenan procesos de degradación como la pérdida de suelos por la erosión". Resuelto el problema de los espacios vacíos, habría que dotar de alguna figura de protección a los terrenos agrícolas tradicionales de la vega, sin que esto supusiera un daño económico para los propietarios. "No podemos recurrir a las figuras clásicas de protección, ya que se verían limitados los usos y aprovechamientos de estas fincas, así es que hemos sugerido la creación de un parque agrícola". Esta figura, que aún no se ha aplicado en España, intenta conservar los espacios que reúnen valores ecológicos y sociales, fomentando los productos agrícolas de la zona y diseñando un manejo racional de los cultivos, al mismo tiempo que se le dota de recursos recreativos y didácticos. En la actualidad, la vega, que ocupa unas 22.000 hectáreas, pierde cada año un 1% de su superficie en favor de los espacios construidos, lo que supone que, cada 12 meses, 200 hectáreas agrícolas o naturales son devoradas por los municipios. El documento atiende a la necesaria comunicación entre las diferentes áreas, de manera que se evite el fenómeno de las "islas de naturaleza". El objetivo es crear una red que enlace los espacios naturales del entorno (parques naturales de Sierra Nevada y Huétor, y periurbano del Generalife) con los enclaves no urbanizados de la periferia, la vega y el casco urbano de las distintas poblaciones. Valle precisa: "Hemos propuesto la restauración de las márgenes de los distintos ríos que atraviesan la zona, convirtiéndolas en corredores verdes. Deberían recuperarse los antiguos caminos de herradura y sendas vecinales, muchas de las cuales perviven sin asfaltar y son usadas para comunicar municipios del área metropolitana". "Ya se discute la ubicación de algunas fábricas, potencialmente contaminantes, en Sierra Elvira o la vega, y hay cultivos que están siendo cercados por las urbanizaciones", relata Valle. Al final, "lo que se pierde es calidad de vida, la ciudad pierde un trozo de naturaleza que forma parte de su historia, aunque sea naturaleza agrícola, y los ciudadanos terminan preguntándose por qué hay escombros donde ayer crecían huertas".

Desde hace dos siglos

En la monografía sobre medio ambiente urbano, publicada por la Consejería de Medio Ambiente, se hace una descripción detallada del proceso que ha seguido el paisaje del entorno de las grandes ciudades andaluzas en su historia. Este cinturón, en el que convive la vegetación natural y los cultivos, se mantuvo más o menos intacto hasta hace dos siglos. Entonces las urbes crecían muy lentamente y la ingeniería no podía salvar algunos obstáculos naturales, como terrenos de fuerte pendiente o zonas inundables. Asimismo, los habitantes de las ciudades dependían para su subsistencia de las producciones agrícolas y ganaderas que se disponían en su entorno. Por último, la vegetación natural que crecía alrededor de la urbe suavizaba los rigores del verano y las clases privilegiadas construían allí sus residencias de recreo. Este equilibrio se rompe bruscamente en la segunda mitad del siglo XX, cuando el crecimiento urbanístico en las periferias se multiplica, pero lo hace arrasando los valores naturales existentes, sin crear un orden paisajístico nuevo. Los espacios más afectados son las vegas agrícolas y los montes próximos a las ciudades, con microclimas y panorámicas privilegiadas. Así ocurre en Sevilla, Córdoba o Granada. En el litoral el proceso es aún más potente, difuso y complejo, porque al propio desarrollo de los municipios se suman las urbanizaciones turísticas, los complejos portuarios y sus industrias asociadas, y la nueva agricultura bajo plástico. De esta manera, gran parte de la costa andaluza ve alterado profundamente su paisaje original, convertido ahora en una línea continua de edificios y otras construcciones.

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