El nombre de los anónimos
ALBERT GARCIA HERNÀNDEZAsí como nos da risa que un turista atribuya al carácter mediterráneo -por no citar otras antropodelicias- el hecho de quemar miles de euros cada 19 de marzo, da risa que se atribuya a la proliferación de salas o de publicaciones cinematográficas la fidelidad de la ciudad de Valencia al cine. La misma risa -o el mismo llanto- debería provocar la certeza de que fue y es la existencia de unos pocos por todos conocidos la causa de los acontecimientos. No es así. Tales acontecimientos, frecuentemente convertidos en desconcierto, son, eso sí, gobernados por aquellos notables que siguieron las reglas del ejercicio del poder: perder la vergüenza, libar en el cerebro ajeno, ocupar el grado de su propia incompetencia, escupir el sexo libado y procurar su anonimato. Es decir, de mediterráneo - y/o de moderno- nada, simplemente barroco: que a costa de muchos vivan bien unos pocos. Bajo ese cartón piedra que suele sostener el despilfarro, cuando no la traición, del entusiasmo del resto, hay un andamiaje de anónimos que no lograron hacer de su vida un medio, como recordaba Haro Tecglen, sino que su vida fue el medio donde desarrollar lo que los otros asesinaron en sí mismos: perseguir un deseo de no se sabe qué hasta la misma muerte. Es el caso de Honorio Rancaño, que nos dejó en la Navidad de 1998 con el gusto por el cine gitano, yugoslavo, griego, árabe, latinoamericano, así como, en los niños, el gusto por el cinematógrafo. Son peligrosos (y contagiosos). Y si no lo son, son incómodos. A veces, incluso pesados. Nadie acierta a encontrarles el precio. Pero son humanos. En ocasiones lloran porque no entienden que su nombre desaparezca entre los nombrados. O porque, en su irresponsable inocencia, no entienden que se les aparte una vez han servido a la Causa, La Empresa, La Idea, Las Salas y Los Textos Cinematográficos. Antes, pues, de que, ya muertos, se use su nombre en vano, habrá que nombrarlos. Hoy es Honorio, pero la lista es larga. Transformaron su energía en ilusión de crear un nuevo estado que otros ocuparon. Como en el Underground de aquel Kusturica que Honorio trajo a Valencia, muchos anónimos trabajan convencidos de que la guerra no había acabado; no fue otro el señuelo que aparentemente les tuvo entretenidos. Pero eso se acabó. Hoy piden su lugar entre los nombrados. "Mira, viejo, a mí todo esto me importa un carajo. A mí lo que me gusta es la música", decía Honorio, mientras seducía con su desordenada pasión directores, guionistas, productores, enemigos... y ordenaba sus cosas escribiendo a su padre y, primer cambio, publicándolo. Honorio era poeta. Escribió A las dos hermanas que, al fin, se convirtió en una canción y su nombre apareció en un disco.
Albert Garcia Hernàndez es escritor y crítico musical.
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