Tráfico
Iba paseando al perro por los parterres de la barcelonesa Diagonal cuando un bulto oscuro, de considerables proporciones, cayó a mis pies, aplastando casi al pobre Tonino. Al principio pensé que mi can había hecho una conquista: ya saben, una de esas perrazas que, como yo, se chiflan por los machos de bolsillo. Pero no. Era un rollizo adolescente japonés, envuelto en forros tipo Nanuk el esquimal y calzado con lo que sin duda es, de unos años acá, el regalo de Reyes institucional para criaturas recién entradas en la Era del Barrillo. Es decir, un par de arrolladores patines. Tonino, que está hecho a todo, me miró como diciendo: "¿Qué hacemos con éste?". Rápida de reflejos, me incliné hacia el accidentado, hablándole en su idioma: "¿Haberte hecho mucho daño?". "¡Uhhhhhh! Doler, doler", respondió, siempre en el suelo, en la misma lengua. "Es que haber sido una buena hostia", convine, con simpatía, al tiempo que intentaba ayudarle a ponerse en pie; sin conseguirlo, porque las ruedas de los patines le hacían resbalar. A todo esto, varios circunspectos viandantes de dos y cuatro patas me contemplaban, curiosos pero inmóviles, a prudente distancia. "¡Que alguien me ayude!", gemí, lamentando no ser el alcalde Joan Clos; él, que es médico, les practica el boca-a-boca a los desmayados conforme van cayendo mientras hace footing. Por fin, una amable señora dejó el grupo y se adelantó para socorrerme: "Perdone, pero no me atrevía a intervenir porque creí que era suyo". A veces, la gente me desconcierta.
Como el muchacho no llevaba calzado normal de repuesto y tampoco quería ir a Urgencias (con razón: siempre están colapsadas por los patinadores contusos; por eso tardan tanto en atender a los de la gripe), lo dejamos tumbado en un banco, con las ruedas puestas. Espero que se lo llevara la grúa.
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