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Doce puentes

Hay libros que, independientemente de su contenido, constituyen verdaderas obras de arte. Hay libros cuyo aspecto, cuyo diseño, cuya edición, los convierte en objetos bellos, los hace atesorar esas cualidades de lo que es capaz de maravillar. Hay libros que, aunque nunca fueran leídos, podrían perfectamente ser expuestos en un museo para ser admirados por el ojo humano, libros que nunca pasarán desapercibidos en una librería. Se ha publicado recientemente, producto de la colaboración entre el Ayuntamiento de Bilbao y la Asociación Bilbao Ría 2000, el libro titulado Bilbao, puente hacia el siglo XXI. Pertenece a ese tipo de libros. A ésos cuya elegancia impulsa a quien los tiene entre las manos, a tratarlos con el mismo esmero que requiere una porcelana valiosísima. Además de ser un producto de gran belleza, gracias a su aspecto exterior, gracias a la buena impresión que produce a primera vista, esta obra es, por su contenido, sumamente interesante. Un sinfín de buenas fotografías y la prosa poética de José Fernández de la Sota, galardonado este año con el Premio Euskadi de Literatura en Castellano, dirigen la mirada del lector, como un guía a turistas despistados, hacia un recorrido por los puentes de la capital vizcaína y por lo que desde ellos se puede contemplar. En una ciudad con río, una ciudad como Bilbao, dividida en dos por el Nervión, son imprescindibles los puentes. Sin puentes, una ciudad como Bilbao sería inimaginable. Los puentes, en ciudades como la capital vizcaína, son construcciones de utilidad pública. Pero estos elementos urbanos que tantas formas y tamaños pueden tener, son algo más. De los frutos de la arquitectura, el puente es, probablemente, el menos valorado, el menos considerado. Son estructuras de utilidad pero no parecen atraer la admiración que consiguen viviendas, museos o edificios de oficinas. Los puentes, por muy llamativos o espectaculares que sean, pasan, salvo escasas excepciones, totalmente desapercibidos. Cumplen su destino de abnegada servidumbre pública con total discreción. No provocan suspiros de admiración ni hacen que la gente se pare a contemplarlos. Habría que fijarse más en ellos. Habría que admirarlos más. Quizá por esa especie de fatalidad que los mantiene relegados al anonimato urbano, o por lo que simbolizan de unión (ellos unen dos orillas de un río o dos lados de un terreno cortado), o por su belleza, de la que no están exentos, tienen su encanto. No cuentan con los atributos artísticos de las esculturas, aunque algunos podrían pasar por tales, pero merecen algo más de atención. En Bilbao existen ejemplares muy dignos, puentes que pisamos sin observar, que atravesamos ignorándolos, que dejamos atrás sin volvernos a observarlos ni siquiera un instante. Merece atención el puente de San Antón, auténtico emblema de la Villa, de su pasado, que es como un anciano orgullosamente plantado. La merece también el Zubi Zuri de Calatrava, emblema del Bilbao del futuro, que es una pasarela peatonal blanquísima pero también una especie de balconada metálica desde la que se puede contemplar una perspectiva nueva de la ría. La merece el puente de Miraflores, alto y grande como un animal mitológico, y el puente de Deusto, levadizo hasta hace muy poco y crepitante siempre, como si tuviera latidos, como si estuviera vivo. Doce puentes tiene Bilbao. Unos simbolizan el pasado y otros son la chispa del futuro. Doce puentes tiene Bilbao y todos son diferentes, como distintas fueron las circunstancias y el tiempo en que fueron construidos. Doce puente tiene Bilbao, y todos merecen más atención.

Roberto Ruiz de Huydobro es escritor.

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