Rusia, año diez
KOLDO UNCETA Nuestra peculiar costumbre de medir el paso del tiempo dividiendo éste en decenas, centenas o miles de años, ha dado lugar a que contemplemos los hechos históricos encuadrándolos en compartimentos que se corresponden con décadas, siglos, o milenios. Sin embargo, los hechos sociales y los grandes hitos que han ido marcando el devenir de la humanidad casi nunca han coincidido con el inicio o el final de dichos períodos contabilizados decimalmente. Por ejemplo, 1492 o 1789 constituyen referencias mucho más importantes que 1500 o 1800 para enmarcar en el tiempo el inicio de algunas grandes transformaciones. En esta misma línea, Eric Hobsbawm, en su magnífica obra Historia del siglo XX, propone una lectura de los grandes procesos característicos de nuestra centuria delimitada por dos fechas principales: 1914 y 1989. Lo ocurrido antes de la primera guerra mundial enlazaría más bien con las claves del siglo XIX, en tanto los acontecimientos posteriores a la caída del muro de Berlín y el derrumbe del comunismo, pertenecerían ya a un nuevo período de la historia cuyos perfiles son aún difíciles de adivinar y que sin duda ocupará buena parte del siglo XXI. En unas y otras partes del planeta se perciben ya con diferente intensidad las características de los nuevos tiempos. La globalización económica, el desdibujamiento de los estados nacionales, la violenta irrupción del neoliberalismo que amenaza con destruir referentes básicos del período anterior como la cohesión o la justicia social, el resurgir de fundamentalistas de diverso signo como respuesta ante la incertidumbre, son algunos de los aspectos que caracterizan el período que vivimos. Sin embargo, en pocos lugares como en Rusia se ha dejado sentir con más fuerza la ruptura con lo que había representado para una zona del mundo el siglo XX. Desde el inicio de las reformas que siguieron al sistema socialista, la sociedad rusa ha entrado en una espiral de transformaciones y rupturas cuyas consecuencias últimas son difíciles de prever, pero que en el breve tiempo transcurrido han llevado ya la zozobra y el caos a la vida cotidiana de gran parte de aquélla. La pobreza y el desempleo masivo han ocupado el hueco dejado por las rígidas políticas que, en ausencia de otros incentivos, garantizaban al menos la subsistencia y el acceso a servicios básicos como la salud, la educación o la cultura. En menos de una década, la esperanza de vida media de los ciudadanos rusos ha descendido nada menos que cinco años, descenso sólo comparable al de algunos países africanos azotados por el hambre, la guerra, y el sida. La seguridad -tal vez plomiza y triste, pero seguridad al cabo- en la que habían nacido y vivido casi tres generaciones de rusos se ha esfumado con la misma velocidad con que se han llenado los escaparates de algunos comercios de Moscú o San Petersburgo con artículos tan ansiados como inalcanzables para la inmensa mayoría de la población. Rusia es un inmenso tren que circula a toda máquina hacia un destino desconocido. Sus maquinistas, unos burócratas herederos de la anterior nomenklarura, que tratan de sortear sobre la marcha los innumerables obstáculos de un camino sin trazar en el mapa pues sus autores, otros burócratas (esta vez del FMI), sólo han marcado el punto de destino, despreocupándose de estudiar la ruta a seguir y los problemas que surgirían en su curso. Y en medio del desconcierto el país ha acabado cayendo en manos de unas mafias criminales que controlan casi todos los resortes del poder hasta acabar poniendo en peligro la propia supervivencia del Estado. La corrupción y el crimen marcan los únicos caminos hábiles para prosperar entre el caos reinante. La situación de Rusia comienza a preocupar a Occidente. Los grandes negocios que se anunciaban en aquel inmenso país tras la caída del comunismo amenazan con evaporarse de continuar el actual estado de cosas. Además, Rusia cuenta con el segundo arsenal nuclear más importante del planeta, esperando en sus silos la llegada de cualquier general ultranacionalista. Rusia transita por el año diez de su nueva sigladura. Y los demás contemplamos atónitos el desgarro de una sociedad cuyo futuro puede comprometer el nuestro.
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