Valverde
DÍAS EXTRAÑOSNi muerto te dejan en paz. Leo en la prensa que las obras completas de José María Valverde son impugnadas por una de sus hijas basándose en unas supuestas declaraciones del poeta y traductor. La viuda y los demás hijos están a favor de esas obras completas y no falta quien señala al yerno de Valverde como instigador de las protestas. Aunque no sé con seguridad quién tiene razón en esta polémica, diría que una edición controlada por Rafael Argullol y que cuenta con el beneplácito de la viuda de Valverde suena a muy respetable. En cualquier caso, siempre da un poco de grima el manoseo de un cadáver, que no puede salir de la tumba para dejar las cosas claras de una vez. Lo siento por el difunto, ya que, aunque nunca le conocí y jamás me lo presentaron, siempre le consideré el profesor que nunca tuve. Recuerdo mis años universitarios, cuando los profesores de la Facultad de Periodismo de Bellaterra, salvo honrosas excepciones, dejaban bastante que desear. En esa época, algunos amigos tenían de profesor a Valverde o, simplemente, se colaban de oyentes en sus clases por el mero placer de escucharle. Por lo que me contaban, las clases de Valverde no tenían nada que ver con las que yo sufría a diario, así que mis amigos siempre conseguían dejarme en un estado de profunda melancolía ante lo que pudo haber sido mi vida universitaria y no fue. Por eso, porque Valverde siempre fue el profesor que nunca tuve, cuando me dieron la oportunidad de darle un premio, contribuí a que se lo dieran. No lo digo por ponerme medallas, que conste, ya que Valverde podía vivir muy tranquilo sin el galardón de cuyo jurado formé parte. Si me hizo ilusión participar en ese reconocimiento fue porque sentía que, en cierta medida, lo hacía en nombre de aquellos amigos que lo pasaron tan bien en sus clases y de mí mismo, el tipo que se equivocó de carrera y de facultad. Fue hace cinco o seis años, en Valladolid, donde el Gobierno autónomo entregaba sus premios culturales anuales. Mi viejo amigo A., responsable de publicaciones de la Junta de Castilla y León, debía de tener ganas de verme para rememorar los años de Bellaterra, así que me metió en el jurado de literatura. Para que no se quedara todo en un compadreo infame, incluyó también a una persona respetable, Rafael Argullol, y para allá nos fuimos los dos, yo en busca de rioja y conversación, y Rafael, supongo, al acecho de instantes que cazar y cuchillos que afilar. Fue Argullol quien desde que nos subimos al avión en el aeropuerto de Barcelona declaró que ese premio era para su maestro Valverde. Y yo, aunque me quedé en la página 40 de la traducción de Valverde del Ulises de Joyce (lo cual confirmará a Argullol en su tesis de que soy un zoquete que sólo lee tebeos, según me hizo saber en el transcurso de un chorreo que me pegó hace unos años, cuando me permití unas bromas sobre Thomas Mann y su inmortal obra La montaña mágica), me sumé gozoso a la iniciativa. Iniciativa que no encontró especiales resistencias en los demás miembros del jurado. Alguien propuso dárselo a Francisco Umbral, pero no se le hizo mucho caso. Y ante nuestra gran sorpresa, quien con más entusiasmo se sumó a la propuesta de Argullol fue Ricardo de la Cierva, a quien Rafael y yo considerábamos una rémora franquista (puede que lo fuera, pero les aseguro que también era un contertulio divertidísimo y que sus constantes sarcasmos contra Leopoldo Calvo Sotelo resultaban hilarantes). Conclusión: nos hicimos con el premio para Valverde y nos volvimos a Barcelona. Después de eso, consideré seriamente la posibilidad de pedirle a Argullol que me presentara al gran hombre. Pero no lo hice. No sé por qué, prefería recordarle como el profesor que nunca tuve, personaje en el que se convirtió definitivamente el día de su fallecimiento.
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