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No es justo

Desde luego, no es justo que para mediados de diciembre, estemos todos hasta el moño de las Navidades: a esas alturas ya hemos aprendido a convivir con el pavo, o con el cordero, como si fuera un miembro más de la familia, hemos palpado y regateado las distintas variedades de langostinos, invertido parte del tiempo en probar las dos nuevas clases de turrón que han aparecido. La publicidad nos ha vuelto locos con los perfumes, los anuncios de lotería y las burbujitas de champán, y, para colmo, descubrimos que mantener una actitud democrática y tolerante con Papá Noel, Olentzero, Santa Claus y Reyes Magos nos sale por un ojo de la cara. Eso, al menos, para el sector resignado y más tradicional, los que pegan los sellos de las felicitaciones flemática y pacientemente; da igual el número de postales que enviemos. Siempre nos habremos olvidado de dos, dos personas que nos escriben y que nos obligan, no hay escapatoria, a comprar otra caja entera de tarjetas. No es justo, en absoluto, que existan esas personas, no muchas, pero con creciente fuerza, que, atentas al último alarido de la moda, denuncian, con gesto serio y un punto asqueado, la inmensa farsa de las fiestas, las crisis teológicas, familiares y económicas a las que nos someten, la falta de solidaridad; como, aparte de amargarse el turrón, no se logra gran cosa, al menos a nivel práctico, con esas teorías, sus defensores optan por la muy solidaria opción de pasar las Navidades en el Caribe. No es justo que ellos estropeen la alegría. No es justo, tampoco, que existan causas que le hagan a ellos infelices. No es justo, no, no me parece en absoluto justo, porque, pese a los gastos, el ruido, las estrategias comerciales, el mal gusto evidente de la iluminación, yo adoro estas fechas. Me han respetado las desgracias, y ningún aniversario melancólico me enturbia la Navidad. Mantengo, como una niña, parte de la ilusión por los regalos, la batahola, los colorines de los envoltorios y las cintas, la impresión de absoluta riqueza, de que todo el posible, de poder elegir un juguete. Y, con todo el egoísmo del mundo, al menos por un par de semanas, disfruto con mi alegría, firmo postales con los mejores deseos y lleno la casa, hasta la jaula del hámster, el pobre, con lazos rojos y de estampados escoceses. Siento envidia, no sé hasta qué punto sana, por las niñitas que veo disfrazadas por la calle, porque, sépanlo todos, con cinco años yo fui angelito en el Belén del colegio, y, si de mí dependiera, ahí continuaría, con la túnica de raso blanco y las alitas de espumillón. No es justo (¿ya lo he dicho?) lo que me ocurrió el otro día en la calle, cuando regresaba de las compras habituales, con tantas bolsas como podía coger, y tantas bufandas y pañuelos (este año no he sido muy original en los regalos) como mi flaco presupuesto podía permitir. Caminaba por Gran Vía, no hacía frío, los villancicos sonaban; entonces, en mitad de la calle, vi a un hombre ya mayor vendiendo un periódico, de esos periódicos que todos conocemos. Se había apoyado contra una pared, y los ofrecía, sin agresividad, sin garra; y llevaba un gorrito rojo y blanco, un gorrito de Papa Noel en la cabeza. Me pareció terrible, doloroso, conmovedor. Pasé junto a él, que continuó, su dignidad intacta, y yo, con mis regalos de poco precio, con mi futuro esperanzador, me sentí opulenta, gorda, avariciosa, repugnante por permitirme hablar de la iluminación vulgar y los langostinos, y los turrones. De eso hace cinco días, y pienso en ello a cada poco. No es justo que rajara mis ilusiones, mis Navidades, de ese modo. No es justo que, por animar un poquito las fiestas, comprara el gorro, el gorro y no un bocadillo, o un par de cafés. No es justa su pobreza, su situación, no es justa su situación y su Navidad. Y yo, con el corazón encogido, caminé sin volver la cabeza, noté que no era justo, pensé, como un grito, que no era justo; y ¿quieren creerlo?, ni siquiera le compré uno de los periódicos.

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