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Injusticia del tiempo

Ahora que ya se acaba este vociferante 1998, de tan abrumadores festejos conmemorativos, se me ocurre recordar un aniversario a la vez modesto y notorio: los veinticinco años de la publicación de una de las grandes novelas andaluzas del siglo XX: Florido Mayo, de Alfonso Grosso. La verdad es que siempre hace un cuarto de siglo o medio siglo o siglo entero de algo, así que tampoco supone ninguna forzada evocación la que ahora comento. Siempre es preferible curarse en salud que andar a vueltas con la mala memoria. Si he recordado esta fecha ha sido por mi obstinada inclinación a la relectura, que es actividad muy agradecida. Es cierto que a mi edad se suele releer mucho, a veces por reincidir en gustos pasados y a veces porque se van acentuando los escepticismos a medida que pasa el tiempo. Florido mayo la releí con agrado hace años y he vuelto a hacerlo en estos días con una invariable y placentera experiencia de lector. Por ahí sigue vigente de muchas maneras un escritor admirable. Pero ¿quién se acuerda hoy de eso? Descatalogada, prácticamente olvidada, la obra de Alfonso Grosso ha desaparecido hace tiempo del mercado librero. Muy rara vez me he encontrado con algún título suyo en baratillos y tenderetes de saldos. Algo parecido ocurre con el autor, virtualmente desplazado de los últimos memoriales de la narrativa española. Ninguneado por observadores de diversa miopía, sometido a un creciente menoscabo cultural en la mayoría de los manuales, la obra de Grosso ha padecido cada vez más las mismas anomalías y deficiencias que fueron compareciendo en la propia vida del autor. Grosso, que había obedecido en parte a los edictos del realismo social, no tardó en desentenderse de sus más zafios planteamientos, instalándose en el lugar del que tal vez nunca quiso distanciarse: en un barroquismo inserto en la gran tradición clásica andaluza. Con anterioridad a los finales años setenta, su obra constituye un corpus que tiene muy poco que ver con la posterior, cuando la decadencia física del novelista se acompasó a su ya incurable declive literario. La imagen de Alfonso Grosso recluido en la clínica, solo entre los demás, olvidado de sí mismo, era como la representación despiadada de una injusticia. Su deterioro se fue pareciendo sin paliativos a una crueldad inmerecida. Esas últimas novelas suyas, escritas cuando ya era incapaz de acordarse de su propio paradigma narrativo -Florido mayo, Germinal, Guarnición de silla-, marcan la ruina moral y material de un porcentaje provisto de una exuberante imaginación creadora y poco a poco convertido en lastimoso remedo de su propia devastación humana. Me conmueve recordar ahora a aquel novelista excesivo, imprevisible, arbitrario, tierno, vehemente, intuitivo, dotado de una considerable pericia para pasar de la inocencia al disparate. Habría cumplido 70 años en este 1998 que ahora termina. Pero, ¿cuántos más de habrán cumplido sin que se haya justicieramente catalogado al autor de Florido mayo? Qué oficio más cabrón.

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