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Tortilla francesa

Juan José Millás

El descubrimiento del Correo fue, como el de las alcantarillas, una de las sorpresas más estimulantes de mi infancia. El primer buzón del que tengo memoria estaba en Ros de Olano, la plaza de Getafe. Al principio se trataba de un bulto incomprensible plantado en medio de la acera, pero la vida entonces estaba llena de ganglios absurdos (como ahora, en fin) por los que a nadie se le ocurría preguntar. Y no sólo aparecían en las calles. A veces, tropezaba uno también con ellos en las oraciones gramaticales. Recuerdo, por ejemplo, el Ave María, que terminaba así: "Y bendito es el fruto de tu vientre Jesús". El vientre aquél no dejaba de ser también un buzón misterioso, sobre todo si tenemos en cuenta que los niños venían de París.Después de averiguar para qué servían aquellas formaciones misteriosas que florecían en las esquinas, todavía creí durante mucho tiempo que bastaba con echar un papel escrito por la ranura del buzón para que éste recorriera el universo por túneles misteriosos en busca de su destinatario. Las cartas han perdido todo el prestigio desde que el único que nos escribe es el banco, pero entonces un sobre cerrado era un sobre cerrado: un cofre cuyo contenido podía cambiar nuestra existencia. El correo es sin duda uno de los grandes inventos de la humanidad, y el buzón, una escultura sorprendente, cuya belleza, como la de la maquinaria del reloj, procede de la necesidad de los elementos que la componen. Nada hay menos retórico que un buzón y, sin embargo, pocas cosas tan conmovedoras. Cada vez que tropezamos con uno dan ganas de echarle algo de comer. Pero sólo comen papel escrito.

-Comen lo que le eches, imbécil.

Esto es lo que me decía un amigo del barrio: que los buzones eran omnívoros. Acabábamos de aprender aquella palabra, omnívoro, y algunos no hacían más que buscar el momento de utilizarla, como cuando un mañoso se compra una herramienta multiuso y anda metiéndola en todas partes para amortizarla. Yo mantenía que no eran omnívoros sin dar una propuesta alternativa. Evidentemente, no eran herbívoros, ni insectívoros, ni carnívoros, pero no conocía ninguna palabra que sirviera para designar a los comedores de papel escrito. Frente a esta incapacidad lingüística, mi amigo oponía la fuerza de los hechos: no le gustaba la mortadela ni la tortilla francesa fría, de manera que los días que su madre le hacía un bocadillo con tales ingredientes, los deslizaba por la boca del buzón sin que éste le hiciera ascos.

-¿Lo ves? Pues si le echas una hoja de lechuga se la come lo mismo. Omnívoros, son omnívoros.

Hasta ese instante, yo sólo creía que eran omnívoras las alcantarillas, además del hombre, del que constituían una prolongación, pero no había más remedio que rendirse a la evidencia. De todos modos, continué echándole papeles escritos, pues me parecía una dieta más adecuada a sus necesidades físicas que los embutidos y el huevo. Una cosa es que comiesen de todo y otra que todo les sentara bien.

Un día sorprendí al cartero extrayéndole las cartas al buzón por la puerta de atrás y quedé más afectado que cuando me enteré de que los Reyes Magos eran los padres: nunca habría podido imaginar que los buzones se abrieran, o que no estuvieran conectados entre sí, de modo que le pregunté por qué metía todas aquellas cartas en un saco y me corrigió afirmando que se trataba de una saca. Luego he oído hablar muchas veces de la "saca de correos", pero entonces no habría sido capaz de imaginar que esos receptáculos de tela tuvieran femenino. Es más, no conseguí verle a la saca ningún órgano sexual delator, por lo que me quedé muy confundido. En esto apareció entre las cartas una tortilla francesa arrojada allí dentro, sin duda, por mi amigo, y el cartero, que era omnívoro, se la comió de un bocado (eran los años del hambre). Fue un día de revelaciones biológicas sorprendentes sobre las que no hallé ninguna explicación en el libro de Ciencias Naturales.

Al día siguiente coincidí con mi amigo arrojando cosas al buzón y le conté lo ocurrido, pero era muy obstinado y pensó que se trataba de un invento mío para demostrar que los buzones no comían de todo. Más tarde desvié mi atención de los buzones al vientre (bendito es el fruto de tu vientre Jesús) y descubrí la importancia de la coma (la que falta entre los términos vientre y Jesús). Ahora ya lo entiendo todo. Lo malo es que ha coincidido con una época en la que no comprendo nada.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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