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Tribuna
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El panal

A una amiga que está tomando Prozac y una decena más de medicamentos contra la depresión le ha dicho el jefe del equipo médico que no dé importancia a una posible recaída durante los próximos días. La Navidad constituye, también para la ciencia médica, materia depresiva de gran pureza. Parece, a simple vista, que la situación se torna más benévola, pero es, precisamente, a fuerza de la concentrada dulzura ambiental que el deseo de vivir se atasca, como en los mazapanes.Ante este trastorno, las personas depresivas se encuentran doblemente amenazadas: de una parte, se amontona, en estos días, la proximidad familiar; de otra, el año agoniza y va goteando días de una calidad lenta y mucilaginosa. Casi todas las fechas, desde que comienza el desfile navideño, son fechas muy pesadas. Apenas se sale de una festividad exhaustiva se ingresa en otra cargada de pavos, confites y símbolos obesos. La sensación de recinto y angostura se intensifica mientras disminuye la respiración de un porvenir mejor. El año aparece medio muerto y detenido contra su tope, como los trenes cuando deponen su velocidad en el lúgubre destino de las estaciones. Falta ventilación, luz natural, nuevas holguras. Demasiados comensales arracimados dentro y fuera de casa, demasiadas lucecitas juntas, demasiada salutación repetida y global.

En esta atmósfera, el ser humano se angustia sin conocer bien la causa. La Navidad es endógenamente depresiva y, como las sustancias químicas, carece de cualquier intención expresa. Reitera sus tristes villancicos y abetos de campo santo, evoca un tiempo feliz perdido y siempre de una manera alelada, sin voluntad alguna de hacer sufrir. El enfermo, entonces, empastelado, otea la omnímoda compota que crece alrededor, y presiente, como las moscas, que ya nunca podrá ser salvado.

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