Congreso de ludopatía
Acaba de celebrarse en El Ejido (Almería) un congreso desacostumbrado. En un país donde se organizan congresos para todos los gustos -y hasta en contra del buen gusto-, éste a que me refiero es por lo menos infrecuente. El temario general se refería a los jugadores de azar rehabilitados, que es materia altamente especializada. Pero se me ocurre pensar que si esos congresistas son jugadores rehabilitados, ¿por qué enfrentarlos a la tentación de dejar de serlo, ya que los abundantes paréntesis de ocio que generan esas reuniones incitan a practicar en toda clase de pasatiempos, incluidos los azarosos? Sin duda que la ludopatía es enfermedad deplorable. No desde luego peor que otras de parecido rango, pero sí más resistente a las terapias convencionales. Se dan efectivamente casos de mucha ruina, sólo resueltos con una voluntad de tipo hercúleo. Aparte de provocar en quienes la padecen los descalabros -propios y ajenos- de rigor, la ludopatía viene a ser como el trasunto penoso de un vicio que puede desencadenar las más insanas complicidades con la fantasía. Un peligro que, a pesar de que suene a moraleja de almanaque, no es aconsejable minusvalorar. Nada menos que medio millar de ludópatas rehabilitados se dieron cita en El Ejido. El desarrollo de la reunión debió de tener algo de rueda de la fortuna atascada. Lo digo porque es muy posible que la ausencia de juegos también puede suscitar el efecto contrario: la profusión de anti-juegos. Y los anti-juegos tienen una acusada semejanza con la actividad obstruccionista del aguafiestas. O eso creo. Lo que sí está muy bien pensado es el lugar de celebración del congreso, ya que El Ejido viene a ser como la metáfora seductora, en versión agrícola andaluza, de una gran jugada. Tengo entendido que los avances tecnológicos están activando de manera inverosímil la ludopatía, sobre todo a partir del invento espectacular y endiablado de Internet. Ya no hace falta salir de casa para jugarse hasta la vida. Basta con que el adicto enchufe su ordenador y busque a los que, como él, estén dispuestos a correr la frenética aventura de probar suerte por las redes de la telecomunicación. Claro que, al no existir competidores visibles, ¿seguirá proporcionando el juego esa fascinación recíproca que dicen que estima venenosamente a los aquejados de ludopatía aguda? Con Internet las timbas pueden convertirse en lances de jugadores solitarios: ni se ven las caras ni se tiene por qué usar de ningún disimulo. Es como jugar por delegación, lo que tampoco tiene gracia. Una figura hasta ahora inexistente, empieza a proliferar: el ludópata anónimo. Frente al ordenador, con mucho más motivo que frente al triste tragaperras, ya no hay que poner cara de póquer ni competir con las astucias miserables del fullero. O sea, que ahí tenemos ya también otra patología y, a la larga, otra convalecencia. Seguro que no tardará en difundirse de nuevo la inocua costumbre de hacer solitarios. Me juego lo que sea.
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