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La huida de Navidad

ENRIQUE MOCHALES La Navidad corta el invierno como un cuchillito de doble filo. Incluso las Navidades felices fueron un poco tristes, pero las tristes no fueron nada felices. La carga sentimental de la Navidad suele inclinarse más que nada hacia su lado triste. Mejor no hablar de los ausentes que ya no ocupan su puesto alrededor de la mesa familiar, del fatídico mosqueo que toda familia ha tenido que esquivar o sobrellevar durante alguna cena de nochebuena, de la Navidad en el hospital, en el hospicio, en la cárcel o en la puta calle. La Navidad parece un invento de Dickens. Como de los recuerdos, es dificilísimo huir de ella, prácticamente imposible. Un buen día alzas la cabeza y descubres una iluminación navideña que el día anterior no estaba. Y qué decir de encender la televisión o mirar los escaparates. O de los propios recuerdos navideños. En una ocasión, hace bastante tiempo ya, unos cuantos amigos decidimos huir de la Navidad. Tomamos la determinación de ver la televisión lo menos posible, y de evitar entre nosotros las habituales consignas navideñas. Pero, claro está, la Navidad no estaba dispuesta a dejar que la ignorásemos así como así. Soportamos el ametrallamiento navideño en todas sus manifestaciones. Rehusamos comprar lotería. Eso sí, el día de Nochebuena cenamos en familia, aunque intentamos mitigar la experiencia heréticamente, saliendo después a la calle a tomar unas copas. En aquella oportunidad, casi lo conseguimos. La Nochebuena se difuminó ligeramente tras algunos whiskys. El problema surgió con el paso de la Nochevieja. Resolvimos escabullirnos de Bilbao y resistirla en Burgos, en la casa vacía de una amiga. Fue la primera vez que no cené en casa de mis padres por Nochevieja. En Burgos hacía un frío que pelaba. De cena habíamos preparado una modesta ensaladilla rusa y unos pollos asados, y llevábamos con nosotros algunas botellas de vino. La casa estaba helada. Cenamos en relativo silencio. A la hora de las campanadas, que vimos por la tele en un programa de fin de año (que, por cierto, no nos hacía ninguna gracia), nos miramos y no pudimos resistir la tentación. "Vamos a brindar, ¿no?", dijo alguien. Brindamos con vino. Estuvimos charlando un buen rato y después resolvimos salir a la calle. Recuerdo que yo quería sucumbir a la euforia ajena, pero no podía. Tal vez porque sobre todo el grupo flotaba, sin razón aparente, una oscura nube de melancolía. ¿Por qué estábamos tan tristes? Nos propusimos emborracharnos. Son contadas las ocasiones en las que uno intenta emborracharse y no lo consigue. Peregrinamos por los bares atestados de vehementes celebrantes, bebiendo sin lograr agarrar la pretendida curda. Al final, totalmente desalentados y sin poder aguantar el ambiente alborotado de la calle, nos volvimos a casa sorteando los últimos petardos con cabeza nuclear. Una vez en la casa, dimos cuenta de las botellas restantes antes de dormir. Charlamos, no recuerdo exactamente de qué, intentando llenar los devastadores silencios que barrenaban el coloquio. Alguien decidió irse a la piltra, y su ejemplo fue seguido por todos a causa del efecto dominó. En un cuartito desolado había un colchón para mí. Alguien me dio unas sábanas y una manta y me hice la cama. Me metí dentro, estaba fría y me entraron ganas de mear. En el cuarto de baño, frente al espejo, me deseé a mí mismo: "Feliz año nuevo". Después, nuevamente en la cama, cuando trataba inútilmente de conciliar el sueño, reflexioné que las Navidades nos habían ganado la partida. Decidí que en próximas ocasiones no volvería a desafiarlas. Intenté consolarme, puerilmente al principio, pensando en el cercano día de Reyes, y después en la próxima primavera, y en el próximo verano. Y en que, tal vez por las paradójicas leyes del contraste, aquél nuevo año que comenzaba iba a ser maravilloso.

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