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DE CUERPO ENTERO: JUAN JOSÉ MILLÁS

En el nombre del desorden

Se encontró con Cerbero en la calle del Príncipe y descendieron a las cuevas en una copa de fábula con jugo de tomate y pimienta molida. En el subsuelo, olía a amoniaco, a vodka, a aguaducho de pubis, en el apretado hueco de la escalera, a grabado en negro, en la voz de Juliette Gréco que, en aquellos fortuitos orígenes, degustó el texto que Sartre le había escrito: La rue del Blancs-Manteaux; mientras Tomás Cruz, fundador del tinglado, pilotaba un biplano de melancolía republicana entre pinturas rupestres, plumillas golfos, jóvenes terribles y estudiantes del SEU, con el endecasílabo de gaita gallega a la bandolera. Pero todo eso había ocurrido unos veinte años antes, cuando Madrid era rompeolas de todas las histerias; y ellos entonces iban a Sésamo a repartirse los talentos del premio de novela corta de 1974 y unos duros: uno para Cerbero, otro para Juan José Millás; dos para Cerbero, dos para Juan José Millás; y así, que era una aritmética perentoria y tasada. Luego se despidieron y Cerbero se evaporó en las sombras: Cerbero son las sombras, sentenció Juan José Millás. Y ya sólo lo vio unos meses más tarde, en una peripuesta tipografía de libro y montado en el cícero. Pero antes, a poco de ser bachiller, ya criaba átomos, modelaba divinidades de paté de anchoa y ejercía una docencia de latines a domicilio, con la ardiente cabeza de un Lucrecio de mosaico y hexámetro: Cuando el género humano se arrastraba/ en la tierra, oprimido por el peso/ de la superchería religiosa; ¿y qué iba a depararle su nuevo y nómada oficio de titiritero? De los Puppi sicilianos a los de cachiporra, qué de héroes y bandidos generosos y de injusticias resueltas y de pícaros y de malvados a puntapiés, en la inclemencia de un niño o en la ingenuidad de un peón de cantería, en el viejo almacén del suburbio o a la sombra de las araucarias excelsas de cualquier parque público, mientras le sacrificaba el lastre de los párpados a la filosofía pura de la Universidad, y dialogaba a golpe de buril la "visión del ahogado", un extenso territorio ya para echar al vuelo esa ficción tan propia enhebrada de carne mortal, sopa de ajos y horario de una interinidad prolongada en la Caja Postal de Ahorros. Pero en el inventario de los empleos aún le esperaba un destino en el gabinete de prensa de Iberia. Y sin embargo, Juan José Millás se apostaba puntualmente en los resquicios de la vida, con la imaginación a la intemperie y el bolígrafo blindado para la proeza urbana, el sexo, la navaja como una luna creciente en la carótida del mendigo, las frustraciones despellejadas en un pavimento de teselas, la intriga urdida con cerveza, en la marisquería de la esquina, la ternura emboscada en la bufanda, el hermoso rostro de una mujer que se desvanece, el jardín vacío, la letra muerta y el papel mojado por la lluvia y la levedad. Y cómo no iba a desbaratarse Julio por el cuello de Teresa, toda la fragancia de una sangre arrebatada y su medida: "No me dejes señales, por favor". Era El desorden de tu nombre. Y luego el Nadal, porque la Soledad era esto, y Elena Rincón y su mitad y su doble, la ironía y hasta probablemente la verdad. Juan José Millás es un impulso, a deshoras. Escribe cuando la necesidad le mete los caninos en el encéfalo y le lubrica el telar de la fabulación. Pero siempre está donde le corresponde y, semana tras semana, comparece en sus columnas de EL PAÍS. Y habla de su última novela en Madrid y por el mundo se va a México y presenta El orden alfabético y regresa con su mujer y sus hijos y sus amigos, y se ingenia un crimen o una avenida sin árboles ni pájaros, es decir, un crimen: si alguien tala el primer árbol y mata el primer pájaro, lo pudre el frenesí y la conciencia es una semilla fósil. Y él lo sabe. Juan José Millás nació en Valencia, el 31 de enero de 1946. Y a los seis años se trasladó con su familia a Madrid. Pero hay un antes y un después, en la piel y en el olfato: el aire tibio, el Mediterráneo salándole el labio, las tiendecitas y el mercado, de la mano de su madre. Y guarda, no la vida, sino los sentidos de la infancia, la luz, el recuerdo fugaz de una plaza gótica, todo eso que al fin es un principio de la "consistencia de la realidad interior". Y una bendición anunciada.

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