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Tribuna
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Mitscherlich y nosotros

Decía Alexander Mitscherlich, uno de los sabios buenos alemanes de este siglo, que las sociedades incapaces de guardar luto por sus propios muertos o los que fueron sus víctimas están condenadas a vivir bajo un trastorno en su subconsciente colectivo. Esta disfunción hace imposible el desarrollo sano de la sociedad y es caldo de cultivo de nuevos trastornos y, por tanto, de nuevos conflictos. La falta de expresión del luto, la ocultación y represión del dolor, pero también la ausencia del arrepentimiento de quienes tuvieron alguna responsabilidad en la generación del mismo, ahogan la sensibilidad y suponen siempre una automutilación espiritual de la sociedad en general. Es necesario el reconocimiento de la culpa y el lamento por la misma para pasar página, en el mejor sentido de la palabra, para afrontar el futuro con el pasado asumido como lección y no como carga. Mitscherlich se refería a los alemanes y al Holocausto y sus palabras no gustaron en su día a todos aquellos que querían afrontar la posguerra como si nada hubiera pasado, como si el nazismo hubiera sido un mero tropezón político.Pero su diagnóstico parece aplicable a muchos otros silencios supuestamente oportunos, a tantos otros sobreentendidos u olvidos tácitamente acordados. Estas formas de ocultación colectiva de realidades del pasado pueden ser justificadas políticamente con mucha facilidad. Y son muy populares por el lógico anhelo de armonía que toda sociedad siente. A la larga, sin embargo, suelen vengarse, y especialmente en quienes más beneficiados se creyeron por los silencios.

Todos los Estados suelen tener cadáveres en sus armarios. Pero que ocultáramos a muchos de los acumulados en la larga historia de enfrentamiento civil en España porque su exposición podía hacer naufragar nuestra andadura democrática, no justifica que escondamos ahora a los muertos de la democracia. Entonces no podíamos; hoy, sí. Chile no podía hasta ahora, probablemente pronto pueda. Y la labor, siempre ingrata, de recuerdo de los muertos y demanda de arrepentimiento como condición necesaria para toda reconciliación es imprescindible. Por justicia hacia los muertos, pero por responsabilidad hacia nosotros mismos ante todo.

Y aquí parece haber una enorme prisa por "olvidar lo pasado" e integrar, cuando no complacer, a unos verdugos y a sus cómplices, que no han pronunciado una sola palabra de arrepentimiento o compasión hacia sus víctimas. A éstas las mataron porque había que matar de cuando en cuando, para demostrar así la vigencia del "conflicto". Por lo general, después de muertos eran calumniados por los verdugos y sus comparsas. Y más adelante eran olvidados. Ahora, cualquiera diría que incluso su recuerdo es un molesto obstáculo que algunos quieren poner a esa paz ofrecida por ETA.

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Está claro que las víctimas del terrorismo que aún viven, es decir, los supervivientes mutilados y los familiares traumatizados, no pueden ser un obstáculo insalvable para la paz. No lo pretenden. Toda sociedad tiene el derecho y el deber de actuar y decidir por el bien de los vivos y de las próximas generaciones. También es cierto, y algo han hecho en este sentido los últimos Gobiernos de España, que los mutilados, los huérfanos, las viudas, necesitan la ayuda de la sociedad y, por tanto, del Estado para paliar sus sufrimientos y sus carestías. Pero da la desagradable sensación, desde que los asesinos han ofrecido condicionalmente dejar de asesinar, indefinida que no definitivamente, de que con unas pocas indemnizaciones nos podemos deshacer de un capítulo que no conviene recordar. Como siempre suele suceder, los más interesados en olvidar a los muertos son quienes viven políticamente de erigirse ellos en víctimas. A alguno le "resbala" que le acusen de equiparar a víctimas y verdugos. Por mucho que así sea, tendrá que seguir oyéndolo. Y tal expresión no es sino una prueba más del desdén de ciertos sectores nacionalistas hacia todas las sensibilidades que no comulguen con su fantasmal retórica de derechos históricos colectivos. En el gran libro de los terribles agravios históricos que se han inventado como historia de Euskadi y de España, las víctimas de ETA no son sino una prueba más de la existencia del enfrentamiento entre la buena tribu que se defiende y el pérfido invasor que agrede. Pedir respeto a las víctimas, demandar arrepentimiento a los verdugos, equivaldría a negar la esencia misma del conflicto. Nadie debe esperar tanto de quienes basan su identidad en el mismo.

No se trata de polemizar con ellos. Pero sí de evitar que el envilecimiento intelectual acabe siendo lo políticamente correcto para toda la sociedad vasca y española. El respeto y recuerdo a los muertos y la exigencia de una asunción de culpa como paso previo al perdón no son demandas que puedan torpedear ninguna pacificación. Asumir mentiras y ocultar verdades como condición para evitar nuevos crímenes es, por el contrario, un camino seguro hacia la perversión de la paz a construir. La sociedad que lo acepte estará inerme ante las amenazas y los caprichos de los criminales, nuevos o viejos, de estas o próximas generaciones.

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