Agravios en la trastienda
La globalización de la economía está dejando entrever, cada día con mayor claridad, sus verdaderas características y las consecuencias de todo tipo que cabe esperar de la distancia que separa las expectativas creadas de los resultados alcanzados en su desarrollo.Una de las enseñanzas más relevantes de la actual crisis financiera internacional es la confirmación de la asimetría del proceso globalizador. Se ha dicho muchas veces que globalización no es sinónimo de mundialización, porque grandes zonas del planeta quedaron y permanecen fuera de ella, pero ahora se ha comprobado también que sus servidumbres y quebrantos, lo mismo que sus efectos favorables, se distribuyen desigualmente. Así, algunas naciones han resultado muy dañadas mientras otras no han llegado siquiera a valorar como un grave riesgo para sus economías la posibilidad de que entraran en recesión países que representan casi el 40% del PIB mundial. Se suponía que todos dependemos de todos, en pie de (relativa) igualdad, y ahora resulta que el mantenimiento de "oasis de prosperidad" en el Primer Mundo parece compatible con el mayor empobrecimiento de países del Tercero. Creíamos que las recetas anticrisis eran intercambiables, pero a Brasil y otros países que vienen aplicando con rigor programas económicos inspirados por el FMI les ajustan las cuentas por lo que pasa en la Rusia de las mafias o en la corrupta banca nipona. Y la asimetría continuará, porque mientras se mantengan grandes restricciones al comercio de mercancías (sobre todo por parte de los países ricos) es muy probable que la libre circulación de capitales resulte perniciosa desde la perspectiva de una asignación equitativa de los recursos; de modo que un sinfín de agravios comparativos se irá amontonando en la trastienda de la globalización.
El porvenir socioeconómico de muchos países no depende sólo, como se decía, de hacer o no los deberes que imponen los mercados, porque hay circunstancias adversas para unos, casi siempre los más débiles, que favorecen a los demás. Por ejemplo, la caída en un 30% de los precios de las materias primas en los últimos doce meses supone un descenso igual en los costes de los insumos para los países industrializados. El tan pregonado juego suma positivo de la globalización se acerca a cero y cada quisque defiende como puede sus intereses, incluso saltando olímpicamente la valla ideológica del liberalismo reinante: Japón nacionaliza la banca más dañada, la Reserva Federal USA extiende su inmenso paraguas monetario sobre el fondo de alto riesgo LTCM, y la brigada de socorro del FMI tapona con muchos billones de pesetas las vías de agua que se abren por doquier. Todo ello sin discutir siquiera el dogma liberal, sedicente enemigo de rescates y de cualquier otra modalidad de salvamento y socorrismo financiero, porque la intervención de una fuerza monetaria de choque parece garantizada, lo mismo que la socialización de sus costes. Así que a nadie le debe extrañar la proliferación de lo que los economistas llaman moral hazard (hábito de apostar sobre seguro, en traducción libre), ni que algunos de ellos, como R.Wade y R.A. Mundell, hayan solicitado la creación del Fondo Monetario Asiático (FMA), capaz no sólo de competir con el FMI sino de sustituirle cuando no alcancen sus recursos.
La crisis financiera internacional ha contribuido también a redescubrir el nacionalismo económico y ciertas prácticas proteccionistas a las que asirse. Del famoso "piensa en global y actúa localmente" pueden invertirse ya los términos, porque el balance está siendo desastroso allá donde los procesos de apertura económica se han abordado sin precauciones, impulsados por ataques de ortodoxia que, en demasiadas ocasiones, desafía abiertamente a la lógica y colma la paciencia de muchos millones de personas. Bastantes países han empezado a sospechar que los intereses de la globalización económica en general, y la de capitales en particular, no coinciden con los suyos; aceptan que la tecnología informática y de las comunicaciones han convertido en irreversible la gran movilidad del capital, pero también están de acuerdo con Barry Eichengreen, el profesor de Berkeley, en que eso "no justifica la desregulación de los flujos". Por todo ello, una ola de derechos antidumping y de procedimientos para establecerlos recorre los últimos meses Europa, América (con Estados Unidos y Canadá a la cabeza) y Asia, conscientes como son los proteccionistas de que ahora empujan una puerta abierta; y también por eso algunos países (Malaisia, Chile) han levantado barreras antiflujos en un intento de limitar la entrada de capitales especulativos (o que se mueven para eludir impuestos u otras cosas) y de evitar que, al final del proceso, tengan que vestir camisas de fuerza monetarias.
En las circunstancias creadas por la globalización, o que ella ha contribuido a configurar, resulta cada día más difícil exigir sacrificios en nombre de una teoría económica; y esa resistencia de muchos países, inferida a veces de cambios de sensibilidad política en quienes alternativamente ejercen el poder, ha puesto contra las cuerdas a instituciones como el FMI y desenmascarado algún que otro mensaje para ingenuos. Falta saber si los poderosos de la tierra decidirán poner cierto orden en este caos. Hasta ahora han utilizado la internacionalización económica para aumentar su hegemonía y atacar a los sistemas de seguridad social, pero demasiada gente desconfía ya de un proceso de globalización que corre el riesgo de convertirse en una maquinaria productora de burbujas financieras. La época de los libros de caballerías y las ruedas de molino es ya historia, y no precisamente contemporánea.
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