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Crítica:CRÍTICACLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El toro por los cuernos

Orquesta de Valencia Obras de Ravel y Franck. Pascal Rogé, piano. Orquesta de Valencia. Director: Miguel Á. Gómez Martínez. Palau de la Música, Sala Iturbi. Valencia, 4 diciembre 1998.Resulta evidente que, en su segunda temporada como titular, Gómez Martínez está dispuesto a coger el toro por los cuernos y a jugarse el tipo frente al Miura que tiene delante (léase, una orquesta con hábitos y vicios funcionariales muy arraigados). Pues lo que menos precisa hoy la Orquesta de Valencia es el tipo de programación a lo grand guignol que tanto interesa airear a los gestores del Palau, como prueba de que Valencia goza de fastos operísticos propios de Bayreuth. Quédese la ópera para el inexistente teatro lírico (a propósito, ¿en qué armario se extravió el Otello previsto por el Principal?) y dedíquese la Orquesta a lo suyo: a conciertos sinfónicos dignos de tal nombre. La Rapsodia española y el Concierto en sol de Ravel son piezas de toque para calibrar el sonido real de una formación. Si el oído no me engañó, el generado anteayer por la Orquesta de Valencia distaba del triunfalismo en el que a veces caemos los críticos, precisamente porque aún nos resuenan los estragos de hace poco más de una década. Sin caer en el extremo opuesto, es legítimo insistir en la necesidad de que la orquesta profundice en su renovación de plantilla. La actuación de Pascal Rogé, excelente intérprete raveliano donde los haya, tropezó con un escaso entendimiento frente a orquesta y director. Fue quizás la ácida cosecha que se recoge tras pocas horas de ensayo conjunto. Una pena, ya que el inspirado planteamiento de Rogé sólo en el adagio assai pudo aflorar con visos de autenticidad. Mejoró, y mucho, la sonoridad orquestal en la Sinfonía en re de Franck. Fue palmario el dominio del maestro sobre la notación de la obra, que se materializó en su gesto meridiano a la hora de dar cada una de las entradas. Ojalá bastara con ello para resolver la ecuación que plantea música tan ajena al efecto. Se paladea en ella un a modo de proustiano viaje de ida y vuelta a partir de la célula generadora de la sinfonía, que penetra en los recovecos del subconsciente hasta anular con el cromatismo el fundamento de la propia forma sinfónica (las notas al programa lo señalaban con acierto). En esencia, faltó la orgánica construcción de las transiciones que articula la cohesión interna de un discurso, a veces en apariencia alongado (exposición del primer movimiento) pero conciso y estricto en su direccionalidad. De tanto forzar los acentos, se resquebraja el fluir natural de la tensión. Lo en que esta obra, como al respecto escribió Tovey, es fruto de la unión entre la astuta serpiente y la inocente paloma, causa mediata del exótico encanto que adorna la sinfonía. De su divorcio, en cambio, nace un efectismo que, por lo mundano, en ciertas plenitudes roza lo obsceno.

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