Por tierra y mar
Recién ocupada la Generalitat por el presidente Eduardo Zaplana, el entonces candidato a la Moncloa, José María Aznar, se dio un garbeo electoral por Valencia y nos administró un tan justo como severo varapalo. Afirmó que no compartía los discursos ratoniles y de lloriqueos que se oían por estas tierras, siendo así que los valencianos teníamos mimbres sobrados para manifestarnos pujantes y poderosos. Sus asesores le proveían sin duda de buena información acerca de nuestras flaquezas más tópicas. Uno de esos lloriqueos, que nunca se tiñó de exigencia o apremiante requerimiento, era por aquellas calendas la inconclusa autovía a Madrid, objeto de no pocas soflamas victimistas -y reconfor-tantes- mientras que el ministro de Obras Públicas, a la sazón, Josep Borrell, y los gobernantes autonómicos, José Bono y Joan Lerma, en tanto lo fue, se demoraban buscando un trazado imposible por el embalse de Contreras que se saldase sin sobrecostes ni desmanes medioambientales. Tanto se demoraron arguyendo sobre externalidades negativas y otros economicismos que perdieron su oportunidad. Por cierto que el PSOE, sumido como está en el ostracismo, debiera sacar consecuencias de la hipoteca que les supuso gobernar con tal plétora de economicistas sin otra experiencia que su paso por las aulas impartiendo o recibiendo docencia. Oportunidad, digo, que los populares no desaprovecharon. Con los reflejos ternes, al punto percibieron que construyendo los 44 kilómetros restantes de la autovía se ponían el laurel por otros 300 ajenos, ya ejecutados. Así constaría en la lápida conmemorativa de su inauguración y en las imágenes obsequiosas de la televisión autonómica, que son a la postres las electoralmente rentables, por más que Bono se las ingeniase para reivindicar la cuota de gloria que le concierne a su partido y que él mismo malogró. Se alega ahora que este último tramo ha resultado a un precio exagerado, lo que puede ser cierto a la par que justificado por las dificultades técnicas y plazo de su construcción. En todo caso, y por mucho que nos espante la cifra millonaria invertida en los alardes ingenieriles, siempre será una bagatela si la comparamos con las pérdidas que ha supuesto esta secular incomunicación con la capital del Reino. Pérdidas económicas, en vidas humanas y también en autoestima a fuerza de sentirnos reos de una marginación, acaso explicable, pero con toda seguridad demencial. Lo único lamentable de este plausible episodio es que a los valencianos se nos ha esfumado uno de los pretextos más manidos para solazarnos con el desvalimiento. En adelante, si lloramos será porque nos gusta el plañideo. Pero sin este recurso, ¿sobre qué discursearemos o escribiremos, pues? Menos mal que todavía nos queda el AVE, el tren de velocidad alta, acerca del cual también anduvieron renuentes los titulares del Ministerio de Fomento, con ese preclaro Arias Salgado a su cabeza, como si reclamarlo fuese un capricho de envidiosillos periféricos y no un ejercicio de racionalidad. El puerto de las dos Castillas En sintonía con este acontecimiento, y bien fuera por cálculo o casualidad, los responsables del puerto de Valencia se han empleado a fondo estos días para airear y argüir públicamente los proyectos que se llevan entre manos. Rafael del Moral y Juan Antonio Mompó, director y presidente, respectivamente, de la Autoridad Portuaria han llenado páginas de prensa, comparecido en el Club Jaume I y, además, el segundo de los citados madrugó el jueves pasado para aleccionarnos desde el espacio A primera hora de Canal 9. Todo un atracón de locuacidad después de muy largo siglo. ¿Y qué dicen estos caballeros en su pastoral? Pues, sucintamente, que el puerto rebosa salud económica. Este año se moverán un millón de contenedores, lo que significa estar entre los grandes puertos del Mediterráneo. Y lo que todavía es más importante: estar en condiciones de competir y garantizar la condición de puerto interoceánico. Para quienes somos legos en la materia hay una cifra que nos esclarece el alcance de esta cualidad: perderla nos supondría que el País Valenciano dejaría de ingresar 140.000 millones de pesetas, que podrían convertirse en 250.000 en los años siguientes. O sea, que hay que mimar esta mina, planificando incesantemente su futuro y mejorando los servicios para atraer nuevos tráficos, cada día más exigentes en punto a tecnología y calados. Tanto es así que la nueva ampliación sur del puerto puede quedar saturada en un lustro, lo que conmina a pensar -ya se piensa- en otros horizontes, como es el desarrollo de Sagunto que propiciaría el llamado Megaport. Crecer sin parar o morir, en palabras de Mompó. Vale. Pero, ¿hasta qué punto hay que crecer, en cuántos de millones toneladas se establece el techo de esa expansión? ¿Cuánto litoral habrá que sacrificar y qué penalizaciones urbanísticas sufrirá la ciudad para que las mercancías circulen al menor coste? Por el momento, y acordado como parece estar el proyectado acceso norte, la batalla se polariza en la ZAL, la Zona de Actividades Logísticas, que se llevará por delante una buena porción de huerta de La Punta cuyos titulares, o una parte de ellos, defienden desde sus últimas resistencias. Y hacen bien en vender caro su pegujal. Si la fatalidad no les ofrece otra opción, que la Autoridad Portuaria sea generosa, cuanto menos. ¿Qué otra cosa se puede hacer, al margen de musitar unas preces por el lechugal que se abandona o el paisaje huertano que ni se reconoce, de tan demudado?
Justo Nieto, rector de la Politécnica de Valencia, es proclive a sorprendernos con sus singulares protestas. Acaba de manifestar que los planes de estudios, que juzga deficientes, no debieron ser elaborados por las universidades, lo que no deja en buen lugar a la corporación docente y a la misma institución. Quizá tenga motivos, pero no le falta coraje ¿Y a quién se le endosaría esta tarea? Asunto para el debate.
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