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Presupuestos

Borrell ha expresado esta semana su indignación ante lo que califica de tropelía parlamentaria del PP que, mediante las enmiendas presentadas por su grupo parlamentario en el Senado -donde disponen de mayoría absoluta- al proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado, intenta modificar no menos de 25 leyes y varios impuestos. No carece de motivo para ello aunque habría que recordar que durante su larga etapa de gobierno, tanto central como autonómico, el PSOE usó y abusó de la ley de presupuestos para los mismos fines. Fue precisamente un recurso del PP, que en su día criticó ferozmente lo que hoy practica con fruición, lo que condujo a la sentencia que establece la, a mi juicio, innecesaria ley de acompañamiento de los presupuestos que no sólo no evita, ni siquiera mitiga, las desmesuras legislativas del ejecutivo en el proceso presupuestario sino que introduce una nueva complejidad en algo ya de por sí oscuro cuando no críptico para el sufrido ciudadano votante-contribuyente. El presupuesto sigue siendo, como ya denunciara hace décadas uno de los grandes hacendistas italianos, "una región oscura, misteriosa, llena de sorpresas para la gran masa del pueblo, para la prensa, para la mayor parte del Parlamento". Pero no sólo eso sino que, con el transcurso del tiempo y la cada vez más compleja actividad económica y financiera del Estado, algo que nació como un elemento básico de control y límite a la arbitrariedad de los gobiernos, situando la aprobación y el control de los ingresos y gastos públicos en el ámbito de la soberanía popular, ha caído nuevamente en las manos gubernativas, de modo que, paradójicamente, hoy en día la intervención parlamentaria en la primera fase del proceso presupuestario, la de su aprobación, se limita a un acto puramente formal, pese a la desmedida y estéril parafernalia teatral que la oposición orqueste. Cuando se gesta el presupuesto, o viene respaldado por la necesaria mayoría, propia o negociada, o es inviable, como Lerma y Birlanga tuvieron que aprender dolorosamente el día en que se olvidaron que, tras las elecciones de 1987, habían perdido la mayoría absoluta. Y ante la tozuda realidad de un presupuesto que debe nacer contando con la mayoría suficiente para su alumbramiento, la oposición no sólo se encuentra inerme en las votaciones sino que carece legalmente de la posibilidad de presentar un proyecto alternativo, reservada constitucionalmente al gobierno, y las enmiendas deben estar compensadas, o sea que cualquier añadido de gasto en un sitio debe ir acompañado de la correspondiente merma en otro, teniendo presente además que cualquier enmienda o proposición que suponga aumento de ingresos o disminución de gastos debe contar con la conformidad previa del gobierno para su aprobación. Frente a esta evidente limitación de la iniciativa parlamentaria, consagrada en la Constitución española que hoy celebramos, la oposición -ésta, la anterior y la que vendrá- sigue practicando entre nosotros el alegre juego de batir el récord de enmiendas, contentando a sus huestes territoriales con el baile virtual de cifras sobre inversiones fantasmas en carreteras, escuelas o proyectos varios, que recuerdan la vieja promesa de construir puentes donde no hay ríos, en lugar de plantearse la única salida posible: un auténtico debate político, que no se vea entorpecido por el aluvión improductivo de enmiendas innecesarias.

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