Navidad, familia y paga extra
PEDRO UGARTE Se pierde en los orígenes del otoño el momento en que los grandes almacenes engalanaron sus céntricos inmuebles con motivos navideños. Por su parte, hace ya más de una semana que muchas calles también están iluminadas por luces de colores. Cada año la Navidad se muestra más apresurada, y nosotros ya no tenemos que esforzarnos en traerla a nuestro lado: los departamentos de marketing, las asociaciones de comerciantes se encargan de servírnosla en bandeja. Gracias. Podemos afirmar fundadamente que este año rebasaremos con creces los dos meses largos de intenso ambiente navideño. Apostaríamos a que antes del próximo siglo las luces de Navidad se internarán con desvergüenza en el mismo mes de octubre. Quizás a mitad del próximo siglo se atrevan con septiembre. Según se vayan guardando los bañadores playeros, las tablas de surf, las bicocas compradas en rastrillos de Levante, la gente irá también sacando los arbolitos de navidad, desplegando en medio del salón sus brazos de plastiquete verde, sus pinochas fraudulentas. La Navidad ha hecho fortuna entre los comerciantes, que es el mejor modo de que haga fortuna entre nosotros. A ver quién se resiste. Los comercios nos eximen de cantar (esos villancicos de los que jamás supimos sino el estribillo, acaso la primera estrofa) porque sustituyen nuestra expresión con altavoces. La gente gasta su paga extra con furioso ardor, pero algo permanece por debajo: una especie de mensaje subliminal que la Iglesia aún detenta y que no hay empresa de comunicación e imagen que haya logrado igualar en eficacia. Lo cierto es que el efecto mediático resulta extraordinario: uno compra de repente, en los grandes almacenes, una bufanda, un teléfono móvil, una colonia, y el hecho adquisitivo parece emparentarse con la llegada del Niño Dios. Las luces en la calle gustan a todo el mundo. La Navidad ablanda los corazones de las gentes. Si el ablandamiento se prolonga a lo largo de dos o tres meses tanto mejor para todos. Por una vez la televisión nos empacha con mensajes aleccionadores. Se programan los buenos sentimientos. Todo el formidable montaje comercial, por una vez, tiende hacia lo solidario, por más que lo solidario se reduzca a comprar una pulserita a esa interina que adecenta nuestra casa dos veces por semana. No está mal porque a ella también le hará ilusión. La Navidad sólo tiene un grave inconveniente: que el peso de lo familiar abruma, y que para disfrutar de él hay que tener una familia en condiciones. Si no hay familia, o si de la familia de uno es mejor no hablar, la Navidad se transforma en algo completamente deprimente. Todas las familias esconden trapos sucios, humillaciones y viejos rencores de la infancia. Conviene en cualquier caso olvidarlos en el fondo de la conciencia. De hecho, los comerciantes y los grandes almacenes, con su laboriosa parafernalia, desean que seamos a lo largo de estos días un poco mejores, mejores hasta el punto de gastar con ellos la paga extra y comprar a nuestros seres queridos objetos más bien inútiles pero que, sabemos, a ellos les harán bastante gracia. Como en la posmodernidad estamos de regreso de tantas cosas, eso nos permite retornar a la inocencia primigenia, en un inesperado viaje de ida y vuelta que, al final, retorna a la infancia del principio. Por estar, uno incluso está de vuelta de la crítica a las costumbres navideñas. Hay que vibrar con los décimos de lotería, comprar cosas y, sobre todo, soportar con templanza e indulgencia a ese primo indigesto, a esa cuñada intolerable, en las panzadas que se avecinan. Se adelanta tanto la Navidad que a uno incluso le parece que su artículo ya llega con atraso.
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