Arte y edad
Una de las cosas que más me han envejecido últimamente ha sido una exposición de artistas jóvenes: la que acabo de visitar en el bello edificio que fue palacio episcopal de Málaga. Por supuesto que lo mismo podría haberme ocurrido en cualquier otra ciudad y por similares razones artísticas. De todos modos, esa experiencia ha vuelto a persuadirme sin el menor recato de que me hago viejo, una constatación que no suelo aceptar sin alguna previa disputa conmigo mismo, o a partir de una simple deducción profesional: la de que cada vez hay más escritores a los que ni siquiera conozco de nombre. Tampoco conocía de nada a estos jóvenes artistas malagueños. La exposición está holgadamente distribuida en el piso bajo del edificio. Después de andar por allí un buen rato sufrí un incómodo ataque de incompetencia crítica. El hecho de resistirme a aceptar unas ideas estéticas que no se corresponden con mis propias ideas estéticas, empieza ya por ser decididamente inaceptable. Pero eso fue lo que me ocurrió y lo que me fue inclinando a un veredicto más bien injusto. O, al menos, reñido con esa mínima sensatez exigible al observador que se siente viejo por su defectuosa capacidad receptiva. Los artistas malagueños reunidos en esa exposición son bastante dispares, pero todos coinciden en una casi idéntica aventura expresiva. Por lo pronto, parecen empeñados en probar de modo inequívoco su ruptura con las enseñanzas próximas o remotas de la tradición. Y es cierto. No pertenecen a más tradición que a la que ellos mismos se fabrican en las antesalas de un futuro hipotético. Abominan naturalmente de las academias, cosa por demás saludable, y descreen de los aparejos artísticos heredados. Pero ¿qué buscan, hacia dónde van? Ignoro hacia dónde van, pero pienso que lo que buscan es de una palmaria coherencia: responder al desorden con el desorden. Y eso sólo puede verificarse a través de la provocación. Así que más que un conjunto de pinturas o esculturas, lo que se exhibe en esa muestra es una subversiva colección de objetos provocadores, de ensamblajes de materiales destinados a soliviantar a sumisos. Precisamente el museo Guggenheim de Bilbao acaba de dedicarle una retrospectiva a Rauschenberg, uno de los máximos exponentes de ese arte interactivo consistente en un improvisado collage de desechos. Todo es arte -dice más o menos ese señor- porque todo puede ser rescatado de su vecindad con la basura. De modo que un trapo o una lata o un tablón son también elementos artísticos en ciernes. Sólo necesitan que el espectador participe en esa operación de reciclaje expresivo. Pues qué meritorio. Estos jóvenes artistas malagueños responden de lo más bien a semejante estrategia. Y de rechazo me han hecho recapacitar sobre mi escasa identificación con un arte estimado como el último canon en materia de tecnología plástica. Si lo confieso es porque no deja de perturbarme una deficiencia de receptor tan notoria. Y la verdad es que no sé si empezar otra vez desde cero, a ver si así se me olvida lo joven que está el tiempo y lo viejo que está uno.
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