Casta y esencia de Chamberí
Al general Álvarez de Castro, héroe de los "sitios de Gerona", homenajeado en estos pagos de Chamberí, cuando por fin le apresaron los franceses no le dieron el trato adecuado a su rango militar, le encerraron en una sórdida mazmorra, impropia incluso de la clase de tropa, y le asesinaron envenenando su rancho. Así lo cuenta el cronista Federico Bravo Morata en su obra Los nombres de las calles de Madrid, aunque apostilla que existen serias dudas sobre el envenenamiento, "ya que la historia se escribió en un tiempo en que los ánimos españoles estaban demasiado exacerbados contra todo lo francés".Francés es, sin embargo, el nombre de este barrio típico y tópico del madrileñismo amante de la paradoja, el último, cronológicamente, en incorporarse a la nómina de barrios castizos, nacido en los albores de este siglo sobre desmontes, barrancos, huertas familiares y cementerios abandonados. Chamberí, que rellenaría el hueco entre la ciudad y los Cuatro Caminos con los asentamientos de nuevas oleadas de industriosos inmigrantes, artesanos, obreros y comerciantes que en un tiempo brevísimo consolidarían la fama y acreditarían la pujanza del nuevo barrio.
Las verbenas del Carmen, que en los primeros años montaban su ferial en los barrancos que hoy forman la calle y la glorieta de Álvarez de Castro, se convirtieron rápidamente en la principal seña de identidad de Chamberí. Los bailes populares, las barracas de los fenómenos, las casetas de tiro al blanco, el tubo de la risa y los tiovivos de esta macroverbena convocaban a la diversión al aire libre de los madrileños en los calurosos días de julio. El pintor Gutiérrez Solana, tan afilado con la pluma como con el pincel, tomó apuntes del natural, en sus crónicas del Madrid callejero, de este abigarrado escenario verbenero, subrayando con indelebles trazos los detalles grotescos, patéticos y truculentos, los brutales contrastes de la pobreza y la marginación emergiendo a la sombra de los farolillos japoneses y las luces de colores. En su faceta de cronista, José Gutiérrez Solana dibuja una realidad al aguafuerte, con los acentos crueles y sarcásticos que caracterizan también su implacable obra pictórica.
Hoy la glorieta y la calle del General Álvarez de Castro son enclaves apacibles, con amplias y arboladas aceras que invitan al paseo y al encuentro. Pero no hay que dejarse engañar por las amables apariencias; la milagrosa preservación de este dosel vegetal que forman dos hileras de árboles de sombra se consiguió tras una larga y solidaria batalla que los vecinos ganaron al Ayuntamiento arboricida, que pretendía sacrificar unos cuantos ejemplares para construir... un nuevo aparcamiento.
Una batalla ganada, una rara victoria de "los buenos" en esa guerra soterrada y subterránea que mina los cimientos de la ciudad. El infortunado general de la guerra de la independencia, el héroe de Gerona, se hubiera sentido orgulloso del comportamiento de esta aguerrida hueste que con su numantina resistencia rompió el sitio y puso término al asedio de los zapadores municipales.
En el callejero de la zona se impone lo heroico. Al General Álvarez de Castro le dan escolta en calles adyacentes guerreros tan formidables como García de Paredes, más conocido en las Indias como el "Hércules de Extremadura", y Viriato, aquel indómito pastor lusitano cuya cabeza tan barata les salió a los romanos, que, además, se dieron el lujo de justificar su racanería y quedar bien con una de sus célebres frases históricas: "Roma no paga a los traidores". La nómina de héroes se completa con Eloy Gonzalo, el soldadito de Cascorro aquí, que se salta el escalafón con una vía de mayor rango que la del general que es su tributaria.
Al amparo de las protectoras sombras de sus árboles, Álvarez de Castro mantiene al menos una parte de la atmósfera primitiva del industrioso barrio. Entre su caserío de corte ecléctico, a mitad de la calle, subsiste uno de los raros edificios modernistas de Madrid, con su caprichosa y ornamentada portada, y en la esquina de Viriato, un sombrío caserón de ladrillo oscuro y balcones de forja de estilo "español". En el entorno se aprecian otros notables ejemplos de la arquitectura madrileña del primer tercio de siglo encastrados en un conjunto que no ha perdido del todo su armonía pese a las nuevas construcciones.
En los bajos de los edificios subsiste también a duras penas el pequeño comercio que fue la gloria del barrio y su mejor emblema. En su novela Chamberí, publicada en 1930, el olvidado Pedro Mata describe con gran economía de medios la vida cotidiana y la lucha por la vida de los chamberileros de entonces y sus actividades comerciales:
"En la planta baja del edificio hay cuatro tiendas oblongas, tan estrechas que ninguna de ellas consiente escaparate: una verdulería, una peluquería, una carnicería y un bar. El verdulero comenzó con una cesta al brazo, después compró un carrito, luego unció un carro a un burro y al fin abrió una tienda. Hoy viven de la tienda seis personas, lo cual demuestra que no hay nada en el mundo como un comercio bien administrado".
Hasta bien entrada la mitad del siglo pernoctaban en una vaquería de Álvarez de Castro algunas de las últimas vacas estabuladas dentro del casco urbano, hasta que el Ayuntamiento, por razones de salubridad e higiene, las expulsó de un medio definitivamente hostil.
Pero una tradición que aún permanece asentada en este bulevar mínimo de Álvarez de Castro desde los tiempos de las verbenas es la de las tabernas, mesones que fueron luego restaurantes económicos, cervecerías o cafés como el Italia, reducidísimo santuario donde la amarga infusión era objeto de culto. Luego llegaron los pubs nocturnos efímeros y los bulliciosos bares de copas, pero aún quedan a salvo algunos reductos como La Mina, cuyo más preciado mineral, las "gambas a la plancha", sigue manando a precio de ganga.
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