Tàpies en LocarnoXAVIER ANTICH
La imagen es sorprendente. En la pared está expuesta Planxa metàl.lica, una obra de Tàpies de 1972. Se trata, como recuerda su esposa, Teresa, de una vieja puerta que el artista había pedido a un payés de Campins. Tres grandes placas de latón enmarcadas por unas maderas toscas, heridas por las inclemencias de la intemperie y gastadas por la aspereza de la vida rural. En medio, Tàpies había inscrito con el lápiz una larga serie numérica que acentuaba todavía más la aritmética del azar, la inquietante regularidad de lo imprevisible. Artesanal y rudimentaria, maltrecha por la naturaleza y jubilada por la modernidad tecnológica, la puerta, en las manos de Tàpies, padecía una perturbadora metamorfosis: se convertía en objeto de arte, elocuente de tan aporemático como era. Como lo sigue siendo hoy, más de 25 años después. Y Tàpies, con ello, obraba el viejo gesto de Policleto, pero ya no obsesionado, como éste, por imprimir a lo informe la proporción del ideal geométrico, imponiendo a la materia una segunda naturaleza fruto de la ficción ordenadora humana, sino haciendo surgir, de esa inquietante obra de la técnica y de la naturaleza, desde el fondo de su ser, toda la profundidad de su insoluble contradicción. La obra estaba allí, silenciosa frente a las otras, pero dialogando intensamente con ellas. Y sin embargo, había algo distinto de la obra que Anna Agustí había registrado en el catálogo de la obra completa del artista (publicado, hasta hoy, por Polígrafa y la Fundación Antoni Tàpies en cuatro volúmenes). El actual propietario de la obra, residente en Muralto, la había mantenido, de forma algo negligente, bajo un cobertizo abierto al exterior, pero no había percibido que, a modo de ironía de la naturaleza, algún pájaro desvalido había buscado refugio construyendo su nido en la parte superior, casi en la sección áurea de una de sus mitades. Pierre Casè, el director de la Pinacoteca Casa Rusca, además de organizador de la espléndida exposición sobre la obra de Tàpies que estos días puede visitarse en la ciudad suiza de Locarno, no había querido retirar el nido y esperaba, con cierto nerviosismo, la reacción del artista. "Usted siempre ha dicho que una obra de arte nunca está acabada. Que el tiempo hará su parte". Y Tàpies, entre divertido y socarrón, asentía: el tiempo, ciertamente, había hecho su parte. De forma quizás atrevida, quizás incluso impúdica, pero, al fin y al cabo, añadiendo con ello a las aporías que Tàpies había inscrito en la obra una aporía ulterior, una especie de devolución a la naturaleza de aquello que la técnica en primer lugar y después el arte le habían arrebatado. De algún modo, se cerraba el ciclo, sin que ello supusiera la destrucción de la obra, sino, más bien, el añadido de una capa de sentido, en este caso, ciertamente problemático. Cuando el arte, después de la crisis del antiguo pacto mimético, ha dejado de imitar a la naturaleza, no deja de ser inquietantemente irónico que sea justamente la naturaleza la que reclame su intervención, sin pedir permiso, en el territorio del arte. Paradójicamente, el pájaro anónimo aportaba así su colaboración al efecto del tiempo en la obra con mayor respeto, si puede hablarse en estos términos, del que mostraban esos coleccionistas que, con el ánimo de embellecer las obras de Tàpies, las acostumbran a momificar con marcos aparatosos que restan energía y expresividad a unas obras que el artista ha abandonado en toda su cruda y violenta elocuencia, como auténticos manifiestos de su mensaje al mundo. Tàpies no estaba ofendido. Estaba sorprendido y en el fondo, me parece, profundamente encantado, quizás consciente de hasta qué punto una obra dejaba de ser suya en el momento en que se apartaba de sus manos. Curiosamente, en uno de los muros del patio interior del palacio que acoge la exposición, Casè había hecho imprimir, en forma de graffiti, la traducción al italiano de unas palabras de Tàpies de 1960: "L"opera a senso solo se può contare sulla collaborazione dello spettatore; si appoggia sempre sullo spirito di colui che la contempla per quanto incolto sia". Y es que Tàpies decía, hace casi 40 años, lo mismo que Arthur Danto ha repetido hasta la saciedad a partir de los años ochenta, que para las obras de arte, esse est interpretari, su ser consiste en ser interpretadas, recibidas y consideradas como tales por un espectador que las contemple (y contemplar, obviamente, no quiere decir, ingenuamente, mirar). La exposición de Locarno, que acoge más de 70 obras, además de una muestra de la obra gráfica, no sólo permite asistir al despliegue de ese aspecto de la obra de Tàpies tradicionalmente considerada como matérica, sino que por encima de todo nos fuerza a preguntarnos de nuevo si Tàpies, en el fondo y a pesar de las apariencias, no continuará siendo un profundo desconocido. Porque se trata, como todo el mundo sabe, de un artista que, a estas alturas de la historia, ha sido profusamente diseccionado y convenientemente etiquetado con todas las categorías que han servido para pensar buena parte del arte de la segunda mitad del siglo: informalista, matérico, gestual, simbólico, orientalista, objetual, etcétera. Y a pesar de todo, como también mostró la reciente exposición que, bajo el lema de El tatuatge i el cos, se mostró a principios de año en la Fundación Antoni Tàpies de Barcelona, su obra continúa haciendo saltar por los aires todas las etiquetas y categorías tradicionales con las que habitualmente se pretende encorsetar la diversidad de su producción artística, desde esa actitud, tan habitual entre los historiadores del arte, de poner una obra en formol para que no se mueva (demasiado). Quizás ello explique la extraordinaria expectación que despertó el encuentro con Antoni Tàpies en la ciudad de Locarno, que convocó a la ciudad de Ticino a gente venida desde Zúrich a Bolonia, desbordando con mucho las previsiones de los organizadores. Ante un auditorio que atendía sus palabras con una cierta veneración, Tàpies hablaba de Cataluña como "marca", como un lugar de paso y de frontera, abierto a diferentes tradiciones e influencias, ansioso de acoger como propio todo aquello que le llega del exterior; pero también defendía, con gran convicción, lo que su obra reclama por encima de los discursos y de las palabras: la contemplación. Esa misma contemplación que, de forma algo expeditiva, solicitaba la escritura en tiza de una obra suya de 1970, también expuesta en Locarno: Mireu! Mireu! Una interpelación que, a sólo unos pocos días del 75º aniversario del artista, continúa pareciéndome el auténtico imperativo estético (more kantiano) de nuestro tormentoso final de siglo.
Xavier Antich es filósofo y profesor de la Universidad de Girona.
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