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Niños con derechos

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, cuando la maquinaria ocupaba un lugar rudimentario y marginal en la producción de bienes materiales, las familias hacían del número de hijos una cuestión esencial para su supervivencia. Su futuro dependía del número de manos dispuestas para trabajar. El cálculo debía hacerse, además, contando con una elevada tasa de mortandad, la cual provocaba que muchos de los nacidos no superaran los primeros años de vida. Las personas, no más lograban valerse por sí mismas, pasaban a formar parte de la muchedumbre afanada en cultivar la tierra o extraer minerales de sus entrañas. Los niños se convertían así en meros medios de producción y en muchos casos su consideración social no superaba la de un arado. Las imágenes de pequeños seres de seis o siete años arrastrando vagonetas por los angostos túneles de las minas apenas tienen cien años de historia, por más que hoy se perciban como de antes del diluvio. Hoy, a las puertas del nuevo milenio, los menores cuentan con unos derechos formalmente reconocidos por la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada hace una década por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sin embargo, la protección real de dichos derechos sigue siendo una quimera. El niño minero, la niña agricultora, el niño soldado, la niña prostituta, el niño fabricante de balones con los que juegan nuestros héroes de los campos de fútbol, siguen constituyendo una gran parte de la población infantil en muchos lugares del mundo. Son seres menudos que jamás podrán llegar a desarrollarse como personas, que nunca tendrán la salud y la educación que les permita alcanzar la madurez. Sus sueños de llegar a ser como esos otros niños que ven en la televisión sólo serán eso, sueños, como en los cuentos de hadas, cosas que no ocurren en su realidad, sino en la fantasía que les ofrecen las noticias de otros mundos inaccesibles. Aquí, en nuestro entorno más próximo, los menores no se ven obligados a realizar pesados trabajos físicos o a prostituirse. Primero entre algodones, yogoures y cremas, y luego entre ordenadores, videojuegos y viajes a Eurodisney, nuestros niños crecen vigilados por el pediatra, van al colegio y a clase de inglés, y pasan sus horas muertas viendo en la televisión como se matan los mayores. Mientras tanto, los adultos les contemplamos como el escultor que mira la arcilla que puede moldear a su antojo, ora apabullándoles con nuestras frustraciones, ora abandonándolos a la compañía de un telefilm para descansar de su presencia. Un día atiborrándoles de regalos, y al otro descargando sobre ellos nuestra incapacidad para asumir la vida que tenemos planteada. Satisfechos de haberles dado todo aquello que no tuvimos, e insensibles para captar sus problemas, sus inquietudes y sus ilusiones, convencidos como estamos de que esos problemas, inquietudes e ilusiones no pueden ser otros que los nuestros. Ya no mandamos a los niños a las minas o al campo a trabajar, pero en el fondo seguimos tratándolos como un medio, un instrumento para vengar nuestro pasado esculpiendo en ellos nuestras frustraciones. Sin reconocer que son seres con vida propia y que tienen otros derechos además de llevarles al médico y mandarles al colegio. La consulta que, a iniciativa de Unicef, se va a llevar a cabo estos días en los centros escolares del País Vasco, sobre la percepción que los niños tienen de los derechos que formalmente les están reconocidos, puede que sirva para que los adultos conozcamos, a través de esas urnas, lo que somos incapaces de percibir directamente de nuestros menores. Y posiblemente arroje algunos resultados que harían enrojecer a más de un progenitor absolutamente convencido de la ejemplar labor desarrollada con sus hijos.

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