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La suelta de lastre

Durante la campaña electoral de 1996, los socialistas acusaron al PP de tener una agenda oculta, esto es, un programa de derecha autoritaria pura y dura escondido tras el talante centrista exhibido por Aznar en los mítines: la moderación del candidato popular era sólo una argucia para conseguir el apoyo de antiguos votantes del PSOE asqueados por los escándalos de corrupción política y dispuestos a promover la alternancia en el poder. No fue la primera vez -tampoco será la última- que un partido gobernante emplea los registros del miedo para ganar unas elecciones: UCD derrotó al PSOE en 1979 gracias en buena medida al alarmista mensaje enviado por Adolfo Suárez en el cierre televisivo de la campaña para prevenir a los ciudadanos no sólo de los riesgos genéricos de un cambio, sino también del peligro específico de votar a unos lobos marxistas disfrazados de corderos socialdemócratas.La desleal ofensiva lanzada por el Gobierno de Aznar a comienzos de 1997 para poner contra las cuerdas al PSOE (con triquiñuelas tan innobles como acusar a los socialistas de haber amnistiado a sus amiguetes una deuda fiscal de 200.000 millones) y para organizar desde el poder una empresa de comunicación multimedia vinculada al PP (mientras utilizaba el Parlamento, la Administración y la fiscalía con el objetivo de perjudicar e intimidar a PRISA como grupo independiente de prensa, radio y televisión) dio argumentos a los defensores de la teoría conspiratoria de la agenda oculta. El vicepresidente Cascos, el secretario de Estado Rodríguez y el director de RTVE López Amor se pusieron a la vanguardia de aquella cruzada de matonerías, provocaciones y zafiedades que enterraba el espíritu de la transición y resucitaba el exclusivismo sectario superado por la Restauración canovista.

Pero el afloramiento de esos desagradables renglones de la supuesta agenda oculta puso en marcha el efecto perverso de castigar al PP en las encuestas sobre intención de voto precisamente cuando la suerte parecía sonreírle. De un lado, el ingreso en el euro, los buenos indicadores económicos, la rebaja del impuesto sobre la renta, la estrategia antiterrorista, el entendimiento con los sindicatos, la supresión del servicio militar obligatorio y los acuerdos con los nacionalistas avalaban la gestión de ministros como Rato, Mayor Oreja, Arenas, Serra y Rajoy. De otro, el PSOE padecía el calvario de las condenas dictadas contra dirigentes socialistas (Roldán y Urralburu, por corrupción; Sala y Navarro, por financiación ilegal; Barrionuevo y Vera, por la guerra sucia) y seguía inmerso en sus conflictos de liderazgo. El anunciado giro al centro del PP, iniciado en el mes de julio y ratificado el domingo por Aznar ante la Asamblea de la Internacional Democristiana, adquiere su pleno significado en ese paradójico contexto: la caída en desgracia del vicepresidente Cascos, el cese de Rodríguez y la destitución de López Amor significan la suelta de lastre necesaria para seguir ese viaje hacia la moderación.

El lema cuanto peor, mejor de los opositores a un régimen autoritario expresa la certeza de que los excesos represivos de la dictadura preparan su derrota; los sistemas democráticos, sin embargo, tienen otra lógica. No resulta imprescindible -aunque sería preferible- que el viraje hacia la moderación dado por Aznar nazca de una reflexión ético-política; ese cambio de estrategia también puede deberse a su convencimiento de que el PP sólo ganará las próximas elecciones con mensajes de centro. Por lo demás, el pragmatismo de los gobernantes no es ninguna novedad: Suárez se apropió en 1977 del programa democratizador de la oposición antifranquista y Felipe González hizo suya la política económica de UCD y su decisión de ingresar en la OTAN. Pese a que los recelos ante el giro de Aznar tengan su fundamento, y aunque tampoco quepa descartar la reaparición de la temida agenda oculta si el PP logra la mayoría absoluta, la historia de la democracia enseña que el ejercicio del poder termina por moderar a los gobernantes -con independencia de sus orígenes ideológicos y de sus propósitos iniciales- cuando los ciudadanos expresan de forma regular, clara y mayoritaria en las urnas su apego a las libertades, a la tolerancia y a las instituciones del Estado de Derecho.

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