Trastiendas
Para información, muchas veces ociosa, procuramos verter en esta columna eventos, situaciones, costumbres olvidadas que conocimos directamente o de ello tuvimos referencia fiel, que sirvan de entretenimiento para las nuevas generaciones y arranquen, quizá, algún suspiro nostálgico entre quienes nos son contemporáneos, junto a otras impresiones inmediatas, tocantes al interés general. Con ello no hacemos daño al prójimo, ni siquiera a la capa de ozono. Estas menudas reflexiones suelen partir de algún suceso que convoca, por encadenamiento subliminal, estampas de un pasado que los viejos consideramos aún cercano y al resto les suena a tonterías de los tiempos de Maricastaña.Por ejemplo, las tiendas, los comercios, que son el complemento de la civilización, inaugurada hace milenios, florecieron durante el último par de siglos. En estas remotas épocas, las cosas iban a las gentes; los agricultores llevaban el fruto de las tierras hasta los mercados temporales, el tejedor ofrecía sus telas en el tenderete ocasional o las mostraba a domicilio. Incluso los banqueros instalaban el banco en la plaza pública, prestaban el dinero y, cuando los asuntos iban mal, rompían el establecimiento, o se lo rompían en la cabeza los acreedores. Ser comerciante suponía entregarse a cierta profesión, no la mera actividad lucrativa. "Fulano de tal, del comercio en esta plaza", amparaba una credencial sujeta a complicadísimas regulaciones en el Código Civil. Hasta bien entrado este siglo XX, sólo podían ejercerlo -en Madrid, en España, por extensión- los que habían cumplido los 21 años, incluso al fijarse la mayoría de edad en los 23, o los emancipados. Era preciso declarar ante las autoridades delegadas del Rey no estar sujetos a la autoridad paterna, materna o marital, que este asunto del permiso del cónyuge varón se llevaba con rigor, incluso cuando acreditaban a la esposa como dueña de los cuartos, salvo los casos -poco frecuentes- de separación judicial y recuperación de los bienes propios.
Los locos, dementes y pródigos, declarados tales, tampoco podían dedicarse al comercio, ni los sordomudos que no supieran leer y escribir, y los sentenciados a penas de interdicción civil. Igualmente prohibido a los quebrados y a los extranjeros, para quienes, en casos de infracciones, se preveían procedimientos casi tan enrevesados como el de la extradición de Pinochet. De este ejercicio quedaban proscritos los clérigos, lo que quizá sorprendiera hoy al cura Lezama, propietario de varios restaurantes, no sólo en la Villa, sino en el mismísimo Nueva York.
Requisito indispensable era probar la libre y minuciosa disposición de todos los bienes personales. Es decir, quienes a ello se libraban, adquirían entidad social y profesional con todas las de la ley, distinta a la del antiguo comerciante. Quizás el término más ajustado -aunque aparente connotaciones peyorativas- sería el de tendero, el que posee una tienda, el que en ella vende al por menor. Cuando no existían los mercados de barrio, mercadillos ni grandes almacenes, la gente castiza denominaba "la tienda de los cojos" a la que quedaba más cercana al domicilio, donde la calidad cedía ante la comodidad.
Se ha perdido -o está en trance de desaparición- la trastienda, que fue todo lo que la palabra quería significar: provisión, género acopiado, taller si venía al caso y, muy a menudo, lugar de amenas tertulias, según nos ha llegado, frecuentes en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. El propietario reunía a sus amigos, con un ojo puesto en el negocio, y allí disertaban de dos de las cosas que formaban los pilares de la sociedad: política y toros. Quizá fueran el anticipo de la hora de ir al café. Hoy de política hablan, casi en exclusiva, los tertulianos de las radios o la tele y el fútbol apasiona por los resultados. En todo caso, es sumamente difícil que los comercios de hoy -con todas las salvedades- complementen el sencillo arte de vender a precio fijo con la atención inmediata al cliente. El menor retoque a la ropa de confección o lo que fuere, donde la demora suele ser indefinida, la reparación pagada aparte y la compra por adelantado, supone enviarla a remotos y ajenos talleres. Eso, y otras cosas, se hacía antes en las trastiendas.
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