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Tribuna:LA IDENTIDAD NACIONAL EN EUSKADI
Tribuna
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El largo brazo del nacionalismo

La enorme influencia del nacionalismo en España se sustentaba hasta ahora en sus constantes triunfos en Cataluña y Euskadi, sus avances en Galicia y en su posición estratégica para determinar la formación y acción de los gobiernos centrales. Si esto ya era mucho, su poderío aún se ha extendido más con su penetración en los discursos y líneas de acción de otros partidos. Dejemos a un lado casos extremos como el de Izquierda Unida en Euskadi, totalmente fagocitada por el nacionalismo, y vayamos a un caso más interesante que ha aflorado en el PSOE en los últimos días. Resulta que algunos dirigentes socialistas están preocupados por el discurso españolista del PSOE, y, además, han empezado a pedir más autonomía para que sus respectivas federaciones puedan tomar decisiones sin la injerencia de Madrid. Es decir, dicen algunos sectores de este partido, los nacionalistas tienen razón: somos unos impresentables españolistas (o españoles) y, además, dejamos que los centralistas de Madrid decidan por nosotros. Empezó Aznar con aquella repentina y sorprendente conversión lingüística postelectoral al catalán, y, por el momento, algunos socialistas han continuado el proceso con una conversión mucho más profunda y convencida a la filosofía del nacionalismo.¿Qué está ocurriendo para que sin haber pasado por el nacionalismo español una parte de la progresía política e intelectual española se muestre tan abierta a los razonamientos del nacionalismo periférico? Razones varias. La primera, desde luego, la electoral. La más obvia constatación que hacen quienes observan las elecciones de las dos comunidades con nacionalismos fuertes, Cataluña y Euskadi, es que los nacionalismos vencen siempre, y que, mientras los grandes partidos se tambalean en los gobiernos centrales, ellos permanecen incólumes pase lo que pase y caiga quien caiga. Realmente hay que ser de piedra para no dejarse tentar, aunque sea un poquito, por la fórmula que permite ese éxito político, es decir, la combinación de queremos más que para eso somos no sólo diferentes sino mejores y, además, toda la culpa de nuestras desgracias es de Madrid. Porque el nacionalismo no sólo responde a determinados sentimientos e identidades, que responde, sino que basa una buena parte de su eficacia electoral en un discurso populista susceptible de arraigar en las más variadas capas sociales. Una oferta política basada en hacerse con los beneficios y deshacerse de las responsabilidades tendrá éxito ahora y siempre. Y, lógicamente, cualquier discurso de solidaridad y reparto se encuentra con enormes desventajas para competir con el atractivo de ese tipo de fórmulas.

Segunda razón, la psicoideológica. La izquierda no nacionalista siempre ha estado hecha un lío con esto de la identidad nacionalista. El discurso internacionalista, por un lado, y el hecho de que el nacionalismo español haya sido representado básicamente por la dictadura franquista, ha mantenido a la izquierda lejos del nacionalismo español. Esa misma razón más el hecho de que en las comunidades históricas el nacionalismo haya representado el antifranquismo y, además, haya emparentado con cierta izquierda antiestatalista, ha dejado tradicionalmente a la izquierda periférica en una tierra de nadie en lo que a naciones se refiere, es decir, no somos nacionalistas vascos ni catalanes, pero tampoco somos nacionalistas españoles, ahora bien ¿qué somos? La confusión anterior ha sido agravada por un complejo de inferioridad respecto al nacionalismo que explica en buena medida la incapacidad para imponerse políticamente de la izquierda no nacionalista. En el caso vasco este complejo es muy claro y ha perseguido a los no nacionalistas y, muy especialmente a la izquierda, durante todo el periodo democrático. El subconsciente colectivo de la izquierda no nacionalista ha asumido que son los nacionalistas los que tienen el derecho natural a dirigir al país porque ellos representan básicamente a los ciudadanos de primer orden, los de aquí de toda la vida, y, además, ellos sufrieron en el franquismo no una sino dos represiones, por antifranquistas como los demás, y, además, por nacionalistas.

En este contexto se entiende que hasta la izquierda no nacionalista haya asumido en cierta forma el hecho de que las palabras español y España constituyan tabúes en la periferia nacionalista. Es bien sabido que uno de los peores insultos que le pueden dirigir a uno por esas tierras es ése de español. Los osados e imprudentes que insistimos en considerarnos españoles sabemos que, en realidad, los demás también insisten en entendernos hijos de p. En cuanto a la palabra España, la pobre está desaparecida del mapa lingüístico de las comunidades históricas. Encontrarse con tamaño atrevimiento es enormemente sorprendente y suele ser ahora, una vez más, de los mismos imprudentes que se resisten a integrarse en el lenguaje políticamente correcto que, como es bien sabido, ha establecido que es el Estado allí donde ocurren las cosas que en el resto de países suelen tender a extenderse más allá de los edificios e instituciones oficiales. Lo peor de todo lo anterior es que el complejo de inferioridad de los no nacionalistas ha llevado a muchos de ellos a engrosar ese ambiente colectivo de temor, vergüenza y de evitación de cualquier referencia a algo que pueda considerarse como remotamente español. Resultado: el nacionalismo español, desde luego, no existe, pero la nación cultural, y, sobre todo, y lo que es más grave, la nación política española desaparece.

Tercera razón, el proceso de pacificación. Algunos efectos de la tregua y probable próximo final de ETA son sorprendentes. Dejemos a un lado lo que brillantemente destacaba Félix de Azúa (Pacifistas, 4 de noviembre de 1998), es decir, que mientras los españoles gritan Justicia frente al caso Pinochet, los partidos vascos gritan Necesitamos paz y evitan la palabra justicia como si estuviera apestada. Además, los partidos, medios de comunicación y demás élites vascas han comenzado a hablar como si nunca hubiera existido ETA. Los asesinatos, el fascismo, los ataques a la democracia, se han convertido de la noche a la mañana en menciones políticamente incorrectas que conviene desterrar de nuestro lenguaje para siempre. En un sorprendente ¿síndrome de Estocolmo?, todos caminamos alegre y felizmente hacia un mundo de armonía y entendimiento guiados por la luz nacionalista de los que han tenido la magnanimidad de dejar de amenazarnos y los que han tenido la no menor generosidad de conducir a sus primos descarriados por los caminos de la civilización democrática. Nacionalismo is beautiful y los demócratas no nacionalistas que vivían bajo la amenaza unos desagradables por seguir recordándonos sus batallitas. Es comprensible que los pobres no nacionalistas, descolocados y confundidos, sólo vean la luz que más brilla, la de la gran solución nacionalista.

Ciertamente, todo esto no es nuevo, porque la izquierda española nunca ha tenido o, más bien, nunca ha interiorizado realmente un modelo de país, una concepción de ese exotismo llamado España. Pero las adversidades y temores electorales y el efecto descolocador del final de ETA le están llevando a una zozobra que amenaza con comenzar a destrozar lo poco que había conseguido hacer en ese terreno. El camino se vislumbra inquietante y los efectos pueden ser descorazonadores en muchos ciudadanos periféricos que quizá tengan la tentación de aplicar el sentido común y acaben concluyendo que, para esto, todos nacionalistas, que es más cómodo y se sufre menos.

Edurne Uriarte es profesora de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco.

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