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Tribuna
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Un master para un milagro

A mí las películas de Frank Capra no me suelen gustar, como no me gustaban los programas de Elena Francis ni la ensordecedora voz del Pepito Grillo que en mis tiempos de estudiante susurraba a mis oídos: "Estudia para que no seas como tu madre", eso que todos los hijos de obreros hemos escuchado desde nuestra más tierna infancia y que nos ha conducido a la titulitis, la compulsión por la Sacrosanta Beca y lo último, el no va más del no va más: el master. Antes los hijos de obreros se anudaban en la cabeza un pañuelo y partían, bocadillo de chorizo en mano, a cavar en el socavón de enfrente, el mismo donde taladraba papá. Las hijas de las obreras, ascendidas a marujas vía matrimonial, nos quedábamos en casa tendiendo camas y sacando a orear las sábanas, mojadas por la incontinencia de la pobre abuela, que desde que cerraron las minas de La Arboleda no levantó cabeza. Ahora, ya no. Ahora los hijos de los obreros somos distintos. Estudiamos importantes carreras, como Lógica y Ética y Matemática Egipcia, aprendemos útiles idiomas, como el inglés que se habla en un villorrio de Idaho, y en cuanto salimos licenciados, expulsados a patadas por el bedel, nos damos de bruces con Freddy Kruger, el Asesino de Texas y Norman Bates en uno: El Paro. El paro no es en realidad un problema. El problema es ser hijo de obrero y no tener un duro en el bolsillo. Para solucionarlo, hay que trabajar. Ese es el momento en que el paro se convierte en algo más que un problema: es la Hidra de Lerna, con múltiples cabezas que se reproducen con singular regularidad. Nuestros padres se devanan los sesos pensando qué pueden hacer con ese desgraciado hijo que sabe que el agua es H2O, pero que ignora cómo se maneja un fusil con el que asesinar a tres millones de trabajadores fijos para solucionar el problema de un tajazo. Contemplan a su hijo/a con la mirada perdida en el teletexto, buscando trabajo como pinche de cocina en un restaurante hawaiano después de haber completado cinco cursos de Pretecnología que por poco le quitan la salud;,y se preguntan ¿qué hacemos? La respuesta está clara: un master. Un master es la solución perfecta: la espada del rey Arturo, el remedio al nudo gordiano y la cuadratura del círculo. El padre saca los ahorros de la cuenta para la jubilación y manda a su hijo a California, donde hay unas universidades de la leche, para que haga cursillos y más cursillos que lo convertirán en un abogado especializado, como el Tom Cruise de La tapadera. Qué coño importa que lo fiche la Mafia: los hijos de obreros no nos planteamos esas chorradas morales; la mafia de Florida siempre será preferible a esa infinita -sí, el infinito existe- cola del Inem, a donde la gente va con la cara tapada par que los vecinos no los reconozcan. Y allá va el niño, para California, con la maleta llena de turrón y bañadores meyba, para aprender lo que se aprende en San Francisco: subir y bajar cuestas, montarse en un tranvía y volverse maricón. Se matricula en Ingeniería Acústica, Contabilidad para Ministros Corruptos y Literatura Islandesa. Como no es ningún chupapadres, se mete a trabajar en una pizzería y da gusto verlo con un pañuelo a cuadros rojos en la cabeza, lanzando obleas contra el techo y repitiendo mentalmente frases de autoayuda: "Quiero encontrar trabajo y lo encontraré". Un año después, con diecisiete títulos en la mano, regresa a casa con ojeras, la espalda deslomada y conjuntivitis crónica. Ha perdido ocho kilos, presenta síntomas de parkinson y la inteligencia se le ha desarrollado hasta tal punto que su cuerpo no guarda proporción con la cabeza. Pero no importa: ya tiene certificado de master. Es el momento de tumbarse a descansar tranquilo: dentro de veinticinco horas el jefe de la NASA le llamará por teléfono para decirle, en inglés con acento de Oakland, que ya tiene puesto para el próximo cohete a Saturno. Eso sí, en la cocina, haciendo paquetes de comida deshidratada. Su padre le mirará orgulloso y dirá: "Por algo se empieza chaval".

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