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CRÍTICA TEATRO

Un Shakespeare barojiano

Trabajos de amor perdidos De William Shakespeare, por Ur Teatro. Intérpretes, Gerardo Quintana, Víctor Criado, Félix Pons, Zutoia Alarzia, Elena Armengod, Lieni Fresnedo, Arantxa Ezquerra, Hernán Gené, Amaia Kuende, José M. Sánchez, José Tomé. Iluminación, Miguel A. Camacho. Vestuario, Rosa García. Coregrafía, María Muñoz, Pep Ramis. Escenografía, Tomé, De Uña, Rivera. Versión y dirección, Helena Pimenta. Teatro Principal. Valencia, 11 de noviembre.Dejemos de lado la monserga sobre la actualización de los clásicos para centrarnos en el talento de Helena Pimenta y de su equipo de Ur Teatro. El primer, aunque no el mayor, hallazgo de este montaje es la renuncia a la severidad inmotivada. Tratándose de Shakespeare, incluso de un primer Shakespeare, siempre estamos ante palabras mayores, es cierto; razón de más para entender que no conviene para nada enfatizarlas. Pero tampoco hay que tenerlas en menos de lo que valen. Crear una urdimbre cotidiana para acoger el gesto y el recitado de los personajes es un recurso sabio en este espectáculo, lo mismo que la apelación a lo estrafalario para acoger las grandes parrafadas del autor. Lo doméstico se rompe desde dentro y se relativiza mediante numerosos momentos de comedia que algo tienen que ver con los títeres de cachiporra. De esa contraposición nace un muy divertido distanciamiento. Diez años de trabajo duro han bastado a Ur Teatro para convertirse en una de las más estimulantes compañías del panorama teatral, sin permitirse además la repetición de fórmulas de éxito asegurado, sino más bien indagando en la extensión de sus propios criterios estilísticos y tomando siempre como reto la puesta en escena de textos que no son precisamente de andar por casa. Helena Pimenta nos haría un gran favor si se prestara a dictar un curso de dirección a nuestros atribulados profesionales, aunque hay cosas que seguramente no se aprenden, ya que se trata del talento. Se vería así, por ejemplo, cómo se puede llegar al escepticismo desde la diversión sin necesidad de recurrir al repertorio de la más lúgubre cursilería, o cómo obtener el regocijo sin caer en el infantilismo. Sin énfasis y sin reposo, brilla aquí la sabiduría escénica en todos sus registros, en un montaje que, siendo una especie de punto y aparte para sus creadores, pronto se convertirá en modelo. Dos horas imprescindibles.

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