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La memoria como armaJOAN B. CULLA I CLARÀ

Los hechos tuvieron lugar hace más de ochenta años, pero su evocación ha suscitado en Francia, a lo largo de la última semana, un vivo debate político capaz de sacudir, incluso, la cohabitación entre el jefe del Estado y su primer ministro. ¿Cuáles son, en síntesis, esos hechos? Después de 32 meses de carnicería, con cientos de miles de hombres empapados de barro y de sangre en las trincheras del frente occidental, con batallas devastadoras (Ypres, Verdun, el Somme...) sin ningún efecto decisorio, al llegar la primavera de 1917 los franceses, combatientes o no, se hallaban al borde del desfallecimiento moral. En ese contexto una nueva ofensiva, especialmente sangrienta y estéril, ordenada por su general en jefe, Robert Georges Nivelle, en el sector del Chemin des Dames, al sur de Laon, hizo cristalizar la cólera de la tropa. Se les ha llamado "los amotinados del 17", pero en realidad no hubo motines, ni deserciones en masa, ni confraternización con el enemigo; hubo una serie de episodios de desobediencia colectiva, una cadena de plantes que involucraron a un máximo de 40.000 uniformados y que no tenían como objetivo la paz inmediata, o la revolución, sino apenas una mejora de la comida, de las condiciones de alojamiento, de régimen de permisos, junto a la difusa exigencia de unas tácticas militares que no derrochasen miles de vidas para avanzar unas decenas de metros. En todo caso, y sin perjuicio de atender algunas de estas demandas, el alto mando -recién asumido por Pétain- decidió restablecer la disciplina de modo ejemplarizante: sometió a consejo de guerra a casi 4.000 hombres, de los cuales una buena mitad purgaron trabajos forzados y 75 fueron pasados por las armas. Tales acontecimientos, considerados una mancha que afeaba la imagen épica, que ensombrecía la conducta heroica de los franceses durante la Gran Guerra, ha constituido durante mucho tiempo en el Hexágono un tema tabú, o mejor un secreto de familia, de esos que todos los parientes conocen pero que jamás se comentan en público. La flaqueza colectiva de 1917 no tenía cabida en el recuerdo oficial y socialmente arraigado de la conflagración, aquel que se conmemoraba cada año el Día del Armisticio, aquel que, hecho piedra o bronce, poilu, gallo o Marianne, preside las plazas de todas las comunas de Francia bajo la forma de monumento a los muertos. Cuando Stanley Kubrick inspiró su film Senderos de gloria (1958) en aquellos sucesos, se le acusó de deshonrar la memoria de los combatientes franceses, y la película permaneció sin estrenar en Francia durante 17 años, e incluso se trató de impedir, con presiones y amenazas, su exhibición en Bélgica. (Entre paréntesis, también el franquismo la prohibió, y no precisamente por respeto a la grandeur de nuestros vecinos). Es a la luz de todos estos precedentes como debe valorarse la decisión de Lionel Jospin de romper el tabú, de vocear el secreto. El pasado día 5, en el curso de una meditada visita a los viejos campos de batalla del Aisne, el primer ministro socialista justificaba la conducta de "los amotinados del 17" y les rendía un insólito homenaje oficial: "Que esos soldados, fusilados como escarmiento en nombre de una disciplina cuyo rigor sólo era equiparable a la dureza de los combates, se reincorporen hoy plenamente a nuestra memoria colectiva nacional". La audaz iniciativa jospiniana, su invitación al reexamen colectivo del pasado, ha levantado un vendaval de críticas y descalificaciones, sobre todo desde las troceadas filas de la derecha francesa. La presidencia de la República replicó al primer ministro con una agria amonestación: "En el momento en que la nación conmemora el sacrificio de más de un millón de soldados franceses que dieron su vida entre 1914 y 1918 para defender a la patria invadida, el Elíseo encuentra inoportuna cualquier declaración pública que pudiera ser interpretada como la rehabilitación de los amotinados". Acto seguido, los neogaullistas del RPR, los nacionalistas antieuropeos del Mouvement pour la France, los derechistas de Charles Millon, los ultras del Front National y una tropilla de ex combatientes y militares retirados se han lanzado en tromba contra el gesto del jefe del Gobierno. Jospin, dicen, "reescribe la historia a su manera", "afrenta a nuestros muertos", "es indigno de su función", "ha mancillado el espíritu de este país", "remueve el estercolero" y hasta "justifica futuros actos de amotinamiento" que pondrían en peligro la seguridad nacional. La batalla -en cuyo desarrollo la izquierda política y cultural ha formado el cuadro tras la posición "digna y valerosa" del primer ministro- no se libra, obviamente, sobre los hechos ni sobre su interpretación historiográfica; unos y otra han quedado establecidos con rigor a lo largo de las dos últimas décadas. La batalla concierne a la gestión política del pasado. ¿Quién tiene derecho a administrar la versión oficial, canónica, institucional de la historia? ¿Quién, y cuándo, está legitimado para revisarla, para proponer a la comunidad un relato distinto? ¿Quién decide cuál es el momento oportuno para proyectar hacia atrás los valores del presente -en este caso el pacifismo, el humanitarismo...- y rehabilitar o conmemorar lo que hasta ayer constituía una vergüenza nacional? En este sentido, el debate francés afecta no sólo a los motines de 1917, sino también a los crímenes de la Revolución, a Vichy, a la guerra de Argelia... y subraya la enorme y universal importancia del discurso histórico como vertebrador de identidades políticas. Buena prueba de esto último la han aportado el propio Jacques Chirac y sus partidarios al acusar a Lionel Jospin de inmiscuirse en una competencia -la "memoria colectiva"- que, según ellos, depende de la primacía presidencial. La tesis tiene su lógica: si el sistema político francés otorga al presidente de la República la jefatura de los ejércitos y el control del botón nuclear, ¿por qué no ha de reservarle también el dominio exclusivo de esa otra arma, casi tan poderosa como la force de frappe, que algunos llaman "memoria de la nación"?

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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