_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El embrollo del AVEPEP SUBIRÓS

A los legos en la materia nos parece asombroso que un tema de la envergadura y el impacto del trazado y la puesta en funcionamiento del tren de alta velocidad (AVE) pueda sufrir los bandazos de que está siendo objeto. Una semana el acceso a Barcelona se realiza por el Vallès, otra por el aeropuerto, la siguiente por los dos sitios. Anteayer, la estación central estaba en Rubí, ayer en la Sagrera, hoy en Sants, mañana quién sabe dónde. La conexión con Francia se realizará el 2004, se nos prometió hace un tiempo, o tal vez el 2006 o probablemente el 2008, decían hace unos días al alimón el Ministerio de Fomento y la Generalitat, hasta que las protestas han obligado al Gobierno catalán a autodesmentirse y recuperar retóricamente la fecha más cercana. ¿Será un tren de quita y pon, eso del AVE? ¿O un tren fantasma? Hay que reconocer, de todos modos, que, aun siendo espectacular, el caso dista de ser único. Embrollos similares se han producido y siguen produciéndose con la ampliación del aeropuerto, con la zona logística del Llobregat, con las autopistas, con la red de metro... Asuntos que, aparentemente, tienen poco que ver con la filosofía o la cultura, que son mis pasatiempos habituales. Bueno, desde un punto de vista disciplinar, así es, pero si entendemos el quehacer filosófico como la interrogación permanente sobre el sentido del lenguaje y de las cosas, y la cultura como la expresión de ese sentido, el debate sobre las grandes infraestructuras de comunicación y transporte constituyen un objeto de reflexión filosófica y cultural altamente significativo. Porque esos temas, y el modo de tratarlos, encierran una visión -y, sobre todo, una práctica- del país, del territorio, del respeto -o de la falta de respeto- medioambiental, de los intereses de los ciudadanos, de las relaciones con España y con Europa... En este aspecto, la vacilante historia del AVE constituye una alegoría difícilmente mejorable del estilo de gobierno que sufre Cataluña. Así, la penúltima versión acordada entre el Ministerio de Fomento y el Gobierno de la Generalitat es la llegada a Barcelona en el año 2004 por la más que saturada estación de Sants, quedando postergado el enlace con Francia y totalmente relativizada y disminuida la futura estación de la Sagrera como estación central de la alta velocidad. La conexión con la Sagrera y Francia sólo se produciría -unos años más tarde, dicen- después de la ejecución y puesta en servicio de un túnel que cruzaría Barcelona por debajo de la calle de Mallorca y por el que circularían los trenes que actualmente lo hacen por el de la calle de Aragó, que quedaría liberado para el AVE. Aunque todo resulta bastante confuso, dicen los expertos que de prosperar esta opción puede llegarse a dar el asombroso caso de que la red de alta velocidad tenga en el área barcelonesa ni más ni menos que seis estaciones (o, mejor, apeaderos): Aeropuerto, Sants, Paseo de Gràcia, Clot, Sagrera y Estación de Francia, sin contar con la del Vallès. Todo ello implicaría, por lo demás, un trastorno general de la red de cercanías que en los últimos años ha mejorado sustancialmente hasta llegar a constituir un eficiente sistema de metro regional. ¿Aspectos técnicos, perfectamente secundarios e intercambiables? En absoluto. Más bien cuestiones clave, decisivas, para el planeamiento territorial y para el modelo de desarrollo por el que apostamos. Contrariamente a la retórica sobre la vocación internacional de Cataluña, el aplazamiento de la conexión con la red francesa y europea de alta velocidad equivale a una puñalada trapera a la tendencia hacia la plena integración de la economía catalana en el tejido productivo y comercial europeo. Por otro lado, el descarte de la estación de la Sagrera como cabecera de las líneas de alta velocidad puede significar un golpe de muerte a los proyectos de reequilibrio y renovación urbana no sólo de toda la zona nororiental de la ciudad, sino también de su correspondiente área metropolitana de influencia. Un gobierno serio desarrollaría una política de infraestructuras que estuviese al servicio de una visión general del país, de su ordenación territorial, de su competitividad económica internacional, de su cohesión social, del refuerzo de los tejidos urbanos históricos, del respeto hacia las reservas agrícolas y naturales... El proyecto actual supone todo lo contrario. Por ello, es de esperar que sea revisado y enmendado. El dislate es tan grande que no son sólo las principales administraciones locales afectadas -el Ayuntamiento de Barcelona y los del Vallès- las que han mostrado públicamente su desacuerdo con la opción avalada por el Ministerio de Fomento y la Generalitat. También lo han hecho el jefe de la oposición municipal en Barcelona, Miquel Roca, y el propio candidato a la alcaldía por Convergència i Unió (CiU), Joaquim Molins, Y es que incluso desde sus propias filas es difícil explicar la conducta del presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, en este asunto. Puesto que las finanzas de la Generalitat arrastran unos déficit astronómicos, lo más fácil es imaginar que a Pujol no le queda otro remedio que someterse a los dictados del Gobierno central, que finalmente es el que controla el grueso de las inversiones. Y, como es bien sabido, Arias-Salgado lo tiene claro: Madrid como centro del mundo. Pero, incluso así, la explicación parece demasiado sencilla. Probablemente el problema de fondo sea que, a pesar de las declaraciones retóricas, no es ésta una cuestión que al actual Gobierno catalán le interese demasiado. Si alguna vez lo hubo, el "modelo de país" de Pujol es una ficción estrictamente político-ideológica, un ansia de cohesión comunitaria en torno a rasgos diferenciales, a símbolos de afirmación y a sentimientos de agravio, no un proyecto equilibrado pero abierto y dinámico de organización y cooperación social, económica y territorial. Cuando las cosas van en serio, el modelo se desmorona. Porque se trata de una filosofía protoimperial para una cultura provincial. Una auténtica política de vía estrecha.

Pep Subirós es escritor y filósofo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_