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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Bajando el listón

En el triste panorama del humor audiovisual español, Martes y Trece destacó siempre por desplegar un ingenio superior a la media. Puede que en sus últimos tiempos el dúo se repitiera y nos hiciera añorar los tiempos de Encarna y la empanadilla, pero, comparados con sus colegas, Josema y Millán eran de lo menos dañino que se asomaba a la pequeña pantalla.En su nueva experiencia en solitario, Un Millán de cosas (Tele 5, los viernes por la noche), Millán Salcedo parece haber decidido situarse al mismo nivel de sus competidores. Y eso es una lástima, pues si Los Morancos o Arévalo no dan más de sí, este hombre, cuyo talento aflora esporádicamente en su nuevo programa, es capaz de hacer algo mejor que pasarse 70 minutos disfrazado de mujer, imitando a famosos, enlazando chistes fallidos y cantando coplas burlescas muy poco graciosas.

La excesiva duración del programa es uno de sus principales lastres. España es el único país del mundo que fábrica sitcoms de hora y media, que traicionan el espíritu del género y programas de humor, como este Un Millán de cosas, que no se acaban nunca. No hay nada que hacer: las duraciones lógicas no se aplican porque no permiten la sobredosis de publicidad que hace rentables los productos. De esta manera, así como el Mr. Bean de 30 minutos era estupendo y el de 90 verdaderamente insufrible, el Millán Salcedo al que, cuando menos, soportaríamos durante media hora se nos hace inaguantable en una hora y cuarto.

Pero la duración no es el único problema de Un Millán de cosas. La estructura del primer capítulo, titulado Morcillo se traspasa, consistía en tres segmentos prácticamente idénticos, por mucho que el primero transcurriera en una sastrería, el segundo en un videoclub y el tercero en una agencia artística. En los tres, un Millán Salcedo omnipresente y frecuentemente travestido, cuando no triplicado gracias a los efectos especiales, se convertía en la pesadilla de un telespectador al que, por lo menos en mi caso, no había manera de arrancarle una carcajada.

Puede haber varias explicaciones al hecho de que un buen actor cómico como Millán Salcedo se ponga al frente de un producto como éste: o se ha quedado sin ideas, o las que nutren su programa le parecen buenas (poco probable, porque el tipo no es tonto) o, simplemente, no ha considerado oportuno esforzarse a la vista de la siniestra competencia que tiene. Cualquiera de estas tres posibilidades resulta bastante deprimente.

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