La obscenidad del monstruo
Escribo estas líneas en la víspera de Todos los Santos, en esa noche que los anglosajones llaman Halloween y que cada vez se celebra más en las escuelas y colegios del País Vasco. Y pienso que si en la noche de Halloween los rostros humanos se ocultan tras máscaras que representan a brujas, monstruos, fantasmas y calaveras, durante todos los días y todas las noches del año los monstruos ocultan sus fauces tras máscaras que representan rostros humanos. Pinochet, porque asesinó desde el poder; los encapuchados del documental de la BBC, porque asesinaron contra el poder; los presos de Guadalajara, porque ampararon desde el poder el asesinato de aquellos que asesinaban contra el poder: todos ocultan sus rostros con la máscara de la necesidad histórica, que les redime de sus crímenes y les exime de pedir perdón. Si acaso, serán otros los que tengan que pedir perdón, o pedirlo antes que ellos, o pedirlo con más fuerza y sentimiento. Ellos no, ¿por qué razón tendrían que hacerlo? ¿de qué habrían de arrepentirse? Hicieron lo que tenían que hacer. La historia les juzgará con la ecuanimidad que proporciona el frío paso del tiempo y la colaboración de algún fiscal comprensivo. La historia que todo lo absuelve al "ponerlo en su lugar", al contextualizarlo, al permitir una lectura de adelante hacia atrás que acabe por encontrar explicable cualquier acto. Además, el monstruo siempre juega con la ventaja que le proporciona el miedo que provoca la posibilidad de que vuelva a quitarse la máscara de ser humano y enseñe de nuevo los dientes. Pero si algo salva nuestra humanidad, si algo impide que el papel del ser humano y sus sufrimientos quede obscenamente trivializado, es la negativa a someternos al dictado de la historia. Reivindicar tozudamente nuestra capacidad de juzgar la historia: eso es lo único que impide que todos los hechos, hasta los más bárbaros, queden subsumidos y sublimados en la generosa corriente de la historia. La historia no puede convertirse en la teodicea que atempere los sufrimientos y otorgue sentido a los sinsentidos. Todo proceso histórico genera incómodos residuos que nadie puede reciclar: las víctimas. Pretender reducirlas a engranaje del proceso histórico, a combustible necesario para el avance social, político o económico, es volver a asesinarlas. Ninguna mejora, ningún avance, puede hacer justicia a las víctimas ni modifica la injusticia y el absurdo de los sufrimientos provocados. El Historikerskreit, la conocida "disputa de los historiadores" en Alemania, tiene que ver con el debate sobre la posibilidad o no de relativizar el Holocausto e integrarlo en la corriente de la historia. Una versión académica de ese burdo "no fue para tanto" por el que el ultra Le Pen está siendo juzgado en estos momentos. "El concepto del mal puede ser incompatible con la naturaleza misma de la vida moderna", afirma Andrew Delbanco. ¿Está en lo cierto Alberoni cuando afirma que junto con la crisis de lo sagrado se ha extendido el rechazo de conceptos tales como el de culpa? ¿Es el idiota moral -ése que no siente la contradicción- el individuo poten-cialmente representativo de la forma de ser humanos en el siglo XX? A la luz de lo que vemos en las salas de los tribunales, en videos líderes en audiencia y en las plazas de algunos pueblos, bien parece que sea así. "¿Sabe usted por qué somos siempre más justos y generosos con los muertos?", pregunta el protagonista de la novela de Albert Camus La caída. "La razón es sencilla. Con ellos no tenemos obligación alguna. Nos dejan en libertad, podemos disponer de nuestro tiempo, rendirles el homenaje entre un cóctel y una cita galante, a ratos perdidos, en definitiva". Esto es verdad sólo en el caso de algunos muertos, de esos que se nos han muerto. Pero los asesinados, las víctimas, nos obligan, nos comprometen a algo más que a un homenaje en ratos perdidos. Por eso nos cuesta tanto ser justos y generosos con ellos. Infinitamente más que con los monstruos.
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