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Miravete ordenó al cabo Samuel Ferrer encañonar a soldados antes de matarlo

"Sacó la pistola apuntando a Samuel y se oyó un estruendo. Nos quedamos paralizados. No queríamos creer lo que había ocurrido. Nos dimos cuenta cuando le vimos santiguarse y decir: "¡Mi sargento, me ha matado!". Luego, se desplomó en el suelo". El Tribunal Territorial de Barcelona que juzga al sargento Juan Carlos Miravete empezó a escuchar ayer tarde los testimonios de los 20 soldados presentes en la cantina del destacamento de Candanchú (Huesca) en la madrugada del 19 de abril de 1997.

Los jóvenes que en aquella fecha cumplían el servicio militar se encontraron año y medio después con quien entonces era su instructor e inmediato jefe. Ellos, ya licenciados, vestían de civil. Él, todavía, de uniforme. Sólo se miraron de soslayo.

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El sargento bebedor

Javier Hernández Martín, metalúrgico, de 20 años, y David Martínez Cremades, parado, de 23, fueron los primeros en acercarse al estrado. Las discusiones técnico-jurídicas dejaron paso al relato desnudo y sobrecogedor de una noche de pesadilla que empezó como un juego.

Lo que ninguno supo explicar es por qué obedecieron las órdenes cada vez más despóticas y disparatadas de un mando que había pasado toda la tarde bebiendo. "Todos lo hacían y yo también", se excusó Hernández Martín. Primero fueron las arengas y los gritos respondidos a coro, luego el brindis por un teniente fallecido con vasos imaginarios, después la orden de formar en medio del bar a unos jóvenes que mataban en su tiempo libre viendo una película, a continuación las flexiones reiteradas y, por último, la fatídica manipulación de la pistola del sargento.

Miedo

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"Estábamos todos un poco nerviosos, cuando sacó el arma nos dimos cuenta de que aquello no era una broma". A Javier Hernández le cogió del cuello y le apretó hasta confesar su temor a la muerte. Él pasó miedo, pero no tanto como David Martínez, a quien el cabo Samuel Ferrer, luego fallecido, encañonó por orden del sargento. Los dos testigos dijeron que Miravete entregó su pistola al cabo y le mandó cargarla y amartillarla. Luego, lista para disparar, le ordenó apuntar a la cabeza a varios soldados y así lo hizo, aunque le contestó que no cuantas veces le preguntaba si dispararía por mandato suyo."Y a mí, ¿me matarías?", interrogó al cabo Ferrer tras indicarle que le apuntara con el arma. "No, porque usted es una buena persona y no se lo merece", contestó Samuel. Casi fueron sus últimas palabras. Tras guardar el arma en la cartuchera, Miravete la volvió a sacar y sonó el disparo. Los dos testigos declararon, con desigual seguridad, que el sargento empuñó la pistola con la mano derecha, en contra de su última versión, y uno de ellos agregó que hizo ademán de dársela a Ferrer, pero ninguno escuchó que éste se la pidiera, como sostiene el acusado.

Tras la tragedia el pánico se adueñó del cuartel. Javier Hernández contó que había muchos soldados llorando y que él mismo intentó escapar por el tejado con dos compañero. David Martínez también huyó "por piernas" al monte, después de que Miravete subiera a la camareta para advertirles a todos de que debían contar lo que él les dijera.

El defensor del sargento, Enrique Trebolle, intentó buscar dudas y contradicciones en los testimonios de los soldados. "No me riña a los testigos", le pidió el presidente del tribunal.abogado de la acusación particular, ayer, a su llegada al tribunal militar de Barcelona donde se juzga al sargento Miravete.

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