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Reportaje:

Un niño del Raval acusa

Carlos B., implicado en la red de pederastia en el barrio barcelonés, afirma que incriminó a sus padres por coacciones de la policía

La mañana del 15 de julio de 1997 la policía se llevó a Carlos B. de su casa. Tenía 12 años y, al decir de sus padres, era más bien tímido y asustadizo. La semana pasada, tras 462 días de internamiento en diversos centros, Carlos volvió. Traía la edad, la voz y la estatura cambiadas y, al decir de sus padres, también algunos hábitos nuevos: comía deprisa, casi abrasándose y pedía permiso, muy rígido, para levantarse de la mesa. Como si aún siguiera allí. La primera noche que pasó en casa prefirió dormir en compañía de sus dos hermanas. Y así continúa.La historia de Carlos es uno de los nudos todavía no resueltos de aquella red de corrupción de menores que la policía, los jueces, la fiscalía y los servicios asistenciales de la ciudad creyeron haber descubierto en el barrio barcelonés del Raval. Incluso su existencia, un año después del muy pregonado descubrimiento, fue desestimada por un auto de la Audiencia de Barcelona en el que se criticaban los métodos de la policía y el trabajo del juez instructor y donde se dejaba sin efecto el procesamiento de la mayoría de implicados.

La declaración de Carlos ante la policía fue la que sustentó inicialmente el caso. Habían ido a buscarlo a causa de su amistad de colegio con un menor que había mantenido una relación íntima con Xavier Tamarit, el principal acusado del caso. Su declaración duró cinco horas y ni el fiscal ni nadie de la confianza de Carlos lo acompañaron. Según la transcripción policial de sus palabras, acusó a sus padres de someterlo por dinero a la explotación sexual de Tamarit y de un grupo indeterminado de adultos. Más tarde, en varias declaraciones ante el juez, negó la veracidad de estas acusaciones y las atribuyó a la coacción que la policía practicó con él.

Ahora, ya desde casa, Carlos confirma la coacción. Durante las tres primeras horas del interrogatorio, según su relato, los policías trataron de que asintiera a una sucesión de graves delitos protagonizados por sus padres, Tamarit y otras personas. Él nunca supo de qué le estaban hablando. Así pasaron casi tres horas. Hasta que uno de los dos policías se cansó y amenazó con meterle en un reformatorio si no reconocía la verdad .

Y aún remacharon que sus padres iban a ir a la cárcel si él seguía tozudo con el no. Entonces, cuenta Carlos que de puro pánico pasó al sí y empezó a dar por bueno todo lo que antes había negado. Recuerda bien alguno de los detalles formales del asentimiento. Por ejemplo, el fragmento que hacía referencia a los cuatro millones que Tamarit habría pagado a sus padres por disponer de él.

La cifra había surgido en la primera parte del interrogatorio. Los policías le preguntaron en qué ocasión había visto a sus padres con mayor cantidad de dinero entre las manos. Él respondió que cuando vendieron el piso de la abuela muerta. Es verdad que en esa ocasión habían cobrado cuatro millones, pero el niño ya precisó a los policías que la cantidad se había tenido que repartir entre su madre y sus dos hermanos. Horas más tarde, cuando el menor ya estaba asintiendo, un policía le preguntó cuánto creía que le había pagado Tamarit a sus padres por los abusos de que era objeto. El respondió que tres mil y le dijeron "anda qué va, mucho más". Rectificó y dijo que diez mil, y el policía seguía negándolo en redondo. Cuarenta, probó, y que nones. La puja prosiguió hasta que el policía acudió en su ayuda sugiriéndole que en realidad habían sido cuatro millones. Él dijo que sí y ahí acabó la escalada.

Cerca del mediodía el interrogatorio terminó. Carlos estaba convencido de que se marchaba a casa. Tardó en volver. Por de pronto, le llevaron al hospital de Sant Joan de Déu para ver si había rastro de las más de cien penetraciones anales que admitió haber sufrido. Los médicos no encontraron ningún rastro en su cuerpo y además escribieron en el informe parte de lo que el niño les había contado a solas: que era mentira lo de los abusos. Los médicos no consignaron, sin embargo, la razón que les dio para justificar la mentira: el miedo ante su internamiento en un reformatorio y ante la cárcel anunciada para sus padres. Del hospital, le subieron a un coche y le llevaron a un centro de acogida.

La declaración de Carlos tuvo graves consecuencias. Sus padres pasaron 72 horas en los calabozos de comisaría y el juez decretó luego su libertad. Y contribuyeron a abrir una compuerta de interrogatorios, detenciones y procesos.

La explicación que ofrece Carlos sobre sus contradicciones a partir de este momento es la misma que justifica su declaración policial: nunca llegó a discernir claramente qué versión de los hechos le serviría para volver a la normalidad.

El internamiento de Carlos, que ha durado un año y tres meses, no parece, a tenor de su relato, que contribuyera a devolverle una visión nítida de la realidad. Pasó la mayor parte del tiempo en un centro de donde no podía entrar y salir libremente. Todas las noches -entre las 23.15 y las 7.15 de la mañana- cerraban con llave la puerta metálica de su habitación, dotada de una mirilla carcelaria. La última Semana Santa y después de un desesperado y brevísimo intento de escapada -poco más de una hora duró la aventura- estuvo 48 horas sin poder salir de su habitación y un mes entero sin pisar la calle. Parecen unas condiciones de dureza sorprendentes para alguien que la propia Direcció General d"Atenció a la Infància de la Generalitat (DGAI) , responsable de su aislamiento, siempre consideró una víctima.

Es evidente que la atención psicológica recibida por Carlos durante estos meses tampoco fue capaz de ayudarle a emerger del pánico. Bien al contrario. En su relato hay dos ejemplos meditables. El primero tiene como protagonista a la psicóloga leridana, que lo atendió cada lunes durante la mayor parte de su internamiento. El 14 de julio de 1998, la mencionada profesional, firmó a petición de la DGAI un muy sucinto informe -apenas una hoja- donde se oponía a la vuelta del menor a su casa.

El 19 de setiembre de 1998, después de más de un año de aislamiento y de haber mantenido largas temporadas de incomunicación, incluso telefónica, con sus padres, Carlos, a petición de dos psicólogas de la DGAI, escribe de su puño y letra una carta que llegará al juez. Uno de sus párrafos dice textualmente: "Quiero que la administración me proteja". La redacción de la carta levantó sospechas al menos desde que en una declaración posterior, y a preguntas de los abogados defensores, Carlos demostró desconocer el significado de la palabra administración.

El ciclo de sus declaraciones se cerraría con la del 4 de febrero de 1998 -la más detallada y verosímil- donde niega por última vez los abusos. Entre septiembre y febrero se había producido un hecho de importancia: la intervención de la psicóloga propuesta por la defensa. Después de varias sesiones con Carlos, la psicóloga llegó a la conclusión de que el menor no había sufrido ningún abuso y trató, al parecer con éxito, de que entendiera de que el único camino de regreso a casa estaba en la verdad.

Ya está en casa. El juez de menores, a propuesta de la DGAI, ha puesto, sin embargo, algunas condiciones: los padres sólo recuperarán, por el momento, la guardia y custodia del hijo y la tutela seguirá en manos de la DGAI. Ha de cambiar de colegio y ponerse en manos de otro psicólogo más. Para los abogados de la familia, Xavier Melero y Marçal Pi, se trata de "la última humillación" que el sistema de protección a la infancia infringe a la familia. "Está claro", añaden, "que el relato del muchacho contiene graves elementos incriminatorios y que no cejaremos hasta que los responsables de este trato paguen la deuda que han contraído con la familia"

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