Mayores
Angelita es mayor, muy mayor, pero Angelita no ha llegado a una edad tan avanzada sólo por haber tomado la elemental precaución de no morirse. Angelita tuvo la suerte de que no la mataran, de que la sentencia de muerte dictada contra ella por un jefe de Estado, tan sanguinario, golpista y usurpador del poder legítimo como el chileno de marras, le fuera conmutada por larguísimos años de cárcel. Angelita Rodríguez es socialista y el otro día sus compañeros alicantinos le rindieron un homenaje, recogido por Jaime Esquembre en estas páginas, en el que la octogenaria se hizo eco de estas hermosas palabras de Amiela: "Saber envejecer es la obra maestra de la sabiduría y una de las partes más difíciles del arte de vivir". Pero eso era antes de que la vejez se convirtiera en un codiciado objeto de consumo electoral, cuando uno se enfrentaba a solas, en su entorno familiar y personal, con esa etapa de la vida que concluía viviendo y sabiendo la propia muerte. Philippe Ariès nos ha contado la historia de nuestras actitudes ante la muerte. De cómo, a diferencia de lo que fue tradicional durante siglos, hoy se nos oculta nuestra muerte por todos, médicos, amigos y familiares. De alguna forma - sociológica, cultural, moderna en suma- se nos ha robado la muerte, su conocimiento y su lugar habitual y doméstico, more majorum. Ahora no nos van dejar siquiera intentar aprender a envejecer dignamente, convertidos en masa coral de repulsivas maniobras políticas, transportados en modernos autobuses que camuflan su verdadera función de trenes borregueros, degradados en la reyerta por la madalena y el polvorón, vejados como público forzoso y forzado de unas cuantas reliquias de las variedades más cutres y chabacanas, fiel y olvidado reflejo de una época de miseria material, política y cultural que resucita por un día gracias a Zaplana. Puede que la muerte todo lo iguale, pero no así la jubilación. Ningún notario ni médico o ingeniero retirado estaba en los patéticos tumultos de quienes se abalanzaban y porfiaban en torno a los sacos con la merienda gubernamental en el campo de Mestalla, sólo ancianos menestrales y entrañables abuelas remedaban a sudaneses famélicos arrojándose sobre la vital ayuda humanitaria. Ancianos que, es de suponer, no alcanzan un nivel de desnutrición como para enfrentarse a la policía en lo que parecía una auténtica revuelta de hambruna. Ancianos que de no haber sido transmutados por la ambición electoral de Zaplana en integrantes de aquella masa informe y caótica, convocada y transportada por el PP con cargo al dinero de todos, no hubieran sufrido aquella indignidad. Uno ha pasado del asombro ante el desparpajo, o amoralidad política, de Zaplana, a un auténtico temor al constatar una y otra vez que encarna la personalidad más nítida de quien no repara en los medios para alcanzar sus fines, sean estos medios la mentira y el engaño -como en el caso de la lengua y su academia- o el uso y abuso de los fondos públicos con fines partidistas. Sólo que al final siempre acaba enseñando el plumero y su pretendida búsqueda del centro deriva, como en Mestalla, en el peronismo, versión porteña del populismo fascistoide.
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