Hace 25 años. Una asamblea popular JOAN SUBIRATS
El domingo 28 de octubre de 1973, la policía irrumpía en una sala de la iglesia de Santa María Medianera y detenía a 113 personas. La detención de la llamada Comisión Permanente de la Assemblea de Catalunya no constituyó un éxito del franquismo. Por una parte, la pluralidad de orígenes territoriales y de filiaciones políticas, culturales o sociales de sus componentes expresaba la profundidad de apoyos de que gozaba el movimiento, y por otra, la tremenda oleada de solidaridad que provocó, así como las movilizaciones que se sucedieron, acabaron siendo uno de los signos más claros de la crisis terminal del régimen. No quisiera convertir la efeméride en un motivo más de nostalgia. Poco hay que evocar que no sea lo jóvenes que éramos algunos o la grata sensación, a pesar de estar en la cárcel, de poder compartir experiencias y emociones con gente mítica del antifranquismo catalán. Pero sí quisiera aprovechar la excusa del aniversario para poner de relieve uno de los múltiples aspectos con los que comparar la Cataluña de 1973 con la actual. Me refiero a la cualitativamente significativa movilización de voluntades y esfuerzos que desde muy distintos sectores de la sociedad catalana se articuló en torno a la Assemblea. No era nada habitual un movimiento de esas características. Precisamente, uno de los graves problemas de la sociedad española ha sido la falta de responsabilidad sobre lo que podríamos denominar el espacio público. La España contemporánea se fue forjando sobre un zócalo de desconfianza y aislamiento entre esfera pública (entendida siempre como espacio de unos pocos que sólo se preocupaban de sus intereses) y esfera privada (muy vinculada al ámbito familiar y de amistades más cercanas, que aseguraban amparo y conexiones externas). Lo público fue siempre visto como un espacio dependiente del poder del que poco podía esperarse, pero que dada la debilidad de la propia sociedad y su frágil desarrollo, era asimismo percibido como la fuente de todo tipo de prebendas y privilegios, si se tenían los contactos que lo permitiesen. El país se veía impulsado a abordar su modernización democrática, sin que se hubiera consolidado un espacio público entendido como algo de todos, en el que todos fuéramos llamados a poner en juego nuestras responsabilidades y recursos, sea individualmente, sea de forma conjunta en asociaciones o entidades cívicas. La Assemblea de Catalunya fue, en este sentido, un movimiento relativamente excepcional. Es evidente que los partidos estaban muy presentes en su dirección, y que sin ellos difícilmente se hubiera dado la necesaria continuidad, pero lo relevante era la presencia directa de todo tipo de personas, entidades y colectivos territoriales como expresión evidente de la asunción de responsabilidades sobre el futuro del país por parte de una porción muy significativa del tejido social. Comerciantes, pescadores, obreros, estudiantes, profesionales, artistas, payeses y sacerdotes se agrupaban y entremezclaban mostrando la voluntad de participar activamente en el cambio. La transición acabó consiguiendo buena parte de aquello que la Assemblea se proponía. Otras cosas permanecen pendientes (como el acceso al derecho a la autodeterminación) y son hoy aún motivo de permanente polémica. Pero, lo que más sorprende es evocar aquellos momentos desde la realidad actual, es la cuasi absoluta institucionalización de la vida pública del país, el rápido y notable desarme cívico que ha supuesto el éxito y la consolidación de la democracia. Ello puede considerarse normal desde la tradición de las fuerzas conservadoras, que siempre han visto como natural su ocupación en exclusiva de las esferas de poder. Pero también desde la izquierda se ha partido del ejercicio de responsabilidades públicas (coherentemente con la tradición ilustrada) como la vía privilegiada de transformación social, y por tanto tampoco se ha puesto nunca el énfasis en desarrollar un espacio público autónomo y un protagonismo social que no fuera meramente adscriptivo y vehículo de adhesiones (las graves limitaciones que el pacto entre partidos supuso el ejercicio de instrumentos de democracia directa es un ejemplo de ello). Sin minusvalorar la introducción y consolidación entre nosotros de las reglas de juego democráticas (hecho excepcionalmente nuevo en nuestra tradición), desde la perspectiva aquí abordada, constatamos más continuidades que rupturas en la forma de ejercer el poder político y en la forma de entender las relaciones entre los protagonistas de las responsabilidades públicas y aquellos sólo llamados a legitimar o justificar las acciones emprendidas en beneficio de "todos". Pero estos 25 años han cambiado muchas otras cosas. El enquistamiento de muchos problemas o la falta de liderazgo social para abordar reformas que van convirtiéndose en inaplazables, exigen volver a movilizar, volver a implicar a la gente. En los últimos años, desde diversos países y desde enfoques distintos, se ha ido poniendo de relieve que aquellas sociedades que cuentan con tradiciones más sólidas de asociacionismo en tareas colectivas, que han sabido mantener sentimientos de comunidad y pautas de reciprocidad entre sus individuos, y que desde siempre han entendido lo público como un terreno secularizado, compartido entre instituciones representativas y entidades cívicas, son sociedades que resultan mejor preparadas para afrontar los retos del cambio de siglo. Retos relacionados con problemas que requieren perspectivas de actuación que no pueden ser abordadas sólo desde la capacidad de acción de los poderes públicos, ni tampoco contando sólo con los mecanismos del mercado. ¿Cómo afrontar los problemas de la sostenibilidad, del cambio en las pautas de consumo, del consenso sobre una nueva concepción del desarrollo, de la dualización, de la marginación y la multiculturalidad, de la sobrecarga de los poderes públicos y de los efectos perversos del mercado, o del gobierno de las macrociudades, sin contar con la gente? Ante ese cúmulo de dilemas, aquellas colectividades que mantienen lazos de confianza, que entienden los problemas colectivos como responsabilidad de cada uno y no sólo de los poderes institucionales, que han entendido la asociación público-privado no sólo como una alternativa de gestión, sino como una forma natural de abordar las tareas públicas, y que tienen canales para expresar ese compromiso, son aquellas comunidades que mejor pueden estar abordando los graves dilemas actuales. A pesar de nuestra historia, lo cierto es que en los noventa, a ese modelo de sociabilidad, limitada básicamente a los estrechos lazos familiares y de amistad, parece añadirse en el país un nuevo sentimiento de solidaridad para con los otros, los que no integran el círculo inmediato de las relaciones personales, que representa una forma de intervención en el espacio público poco habitual, y que estaría dando lugar a procesos de participación asociativa, constatables sobre todo entre los jóvenes. Así, "solidaridad" o "preocupación por problemas sociales", o "disponibilidad para trabajar como voluntario" son características crecientemente influyentes entre los jóvenes. Esas tendencias expresan una creciente aceptación de los movimientos sociales, sobre todo los más vinculados a la defensa de derechos individuales o colectivos. Es en ese contexto, en el que la experiencia de la Assemblea de Catalunya pasa de ser un recuerdo más de los agitados días del final del franquismo, a expresar una forma de movilización y responsabilización civil que tener en cuenta. Ahora que soplan vientos de repensar, con menos miedos y más experiencia, los consensos del final del franquismo, podríamos aprovechar para abrir canales a la movilización civil, a la expresión directa de las voluntades populares. Y para ello nada mejor que facilitar la participación directa de la gente, reforzar la democracia local y apuntalar y reforzar la realidad asociativa española desde una forma de entender el ejercicio de responsabilidades públicas que debería ser más de fuerza habilitadora que jerárquica, más responsable de la política que de la gestión, más capaz de integrar y canalizar que de protagonizar, controlar y manipular.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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