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¿Europa, sin proyecto?

La construcción política europea se ha hecho hasta ahora como sin querer, sus logros se han vivido como resultados no esperados de procesos que tenían otros objetivos. Este funcionalismo profesado, esta proclamada ausencia de plan y de propósito políticos, este travesti de meta y de modelo -a la política por la economía-, esta andadura políticamente tacitista -para los españoles de mi generación tan próxima a las prudencias del reformismo franquista- que nos ha llevado, sin embargo, hasta la nada despreciable realización que representa hoy la Unión Europea, ya no puede dar más de sí. Pues nuestras tres grandes asignaturas pendientes -confirmar y generalizar el euro; integrar en la Unión a los países de la Europa central y oriental; encontrar una respuesta europea a la crisis mundial- exigen un tratamiento directamente político, en el que no caben los escapismos. Renunciar a él es optar por la involución, es decidir la regresión de la Unión Europea al estadio de espacio económio europeo. ¿Es esto lo que se quiere? El intento de renacionalización del espacio institucional europeo por parte de los Estados, que es cada día más evidente, avala esa hipótesis.Dos ejemplos: la Comisión Europea, avanzadilla del espíritu integrador de la Unión, tiene en el telar el presupuesto para el periodo 2000-2006. Su preparación tropieza con el rechazo de algunos países del norte del principio de solidaridad y su sustitución por la thachteriana reivindicación del justo retorno que se reduce a no querer contribuir a la Unión Europea con más de lo que de ella se obtiene. Esta postulación de saldos netos positivos, si se aplicase con carácter general, acabaría necesariamente con la construcción europea. Aún no estamos ahí, pero lo más preocupante es que se esté convirtiendo en doctrina de la Comisión y que haya presidido su propuesta para la futura financiación de la Política Agrícola Común. Pues la PAC no es sólo la partida con mucho más importante del presupuesto -casi el 50%-, sino que es la más, por no decir la única, auténticamente comunitaria. Proponer una notable reducción de la contribución común y sustituirla por la cofinanciación de los Estados, muestra a dónde se quiere ir: a reintroducir las voluntades nacionales -quien paga, manda- en la cooperación europea. O sea, a renacionalizar la política de la Unión en beneficio de los que más tienen. El comisario Oreja se lo ha dicho a sus colegas, de forma paladina: esta proposición tal como ha sido formulada equivale a transferir 1.200 millones de ecus de los países más pobres de la Unión a cuatro de los países más ricos. Pero, sobre todo, con ella no se trata de trasvasar a otro sector, al empleo, por ejemplo, lo que se le quita a la agricultura. Lo que se busca es achicar los fondos comunitarios. Con lo que, al mismo tiempo que se predica la rápida integración de los países de la Europa central, se quiere reducir en un 10% el presupuesto comunitario que la hará posible. ¿A qué tipo de Unión queremos, pues, que se integren?

Ningún experto discute que la ampliación es impracticable sin una modificación radical, tanto cuantitativa como modal, de la gestión institucional de la Unión Europea. Es imposible que sin una simplificación directa de los procedimientos y sin un incremento sustantivo de los funcionarios -interiores o exteriores, pero dependientes de la Comisión- la máquina pueda funcionar. Pues confiar en que menos de 8.000 funcionarios puedan responder a las demandas de 21 países y administrar eficaz y responsablemente 90.000 millones de ecus es una tomadura de pelo. Lo que se busca es que el fracaso del Ejecutivo de la Unión -es decir, de la Comisión- devuelva cada día más responsabilidades y funciones a los Estados. Lo que se quiere es la renacionalización de Europa. ¿Serán capaces los nuevos líderes de la socialdemocracia europea, que tan bien nos han sonado en Pörtschach, de detener esta implosión que están instrumentando sus ministros y de oponerle un verdadero proyecto? ¿Sirve aún el federal? ¿Y si no, cuál?

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