El lacayo municipal
La primera acepción de lacayo que da la RAE es "propio de lacayos". La segunda es "servil, rastrero". La tercera alude a los dos soldados de a pie que, armados de ballesta, solían acompañar a los caballeros en la guerra. La cuarta, "criado de librea cuya principal ocupación era acompañar a su amo a pie, a caballo o en coche". El Ayuntamiento de Sevilla optó por la cuarta en lo que a su actuación en la boda del pasado viernes se refiere. Dejamos a la consideración del lector si las otras acepciones le corresponden, aunque es seguro que no fue soldado armado de ballesta. Que la boda entre una aristócrata y un torero levante expectación popular es normal, y lógico que la gente quiera divertirse viendo el cortejo nupcial, y hasta que asuman un papel de extras de Sissi Emperatriz, haciendo de pueblo bueno y sano que se alegra con la felicidad de quienes pueden pagársela y los lujos de quienes pueden costeárselos. Pero que la televisión pública y el Ayuntamiento le den un tratamiento de boda de Estado, es un escándalo. No vale la coartada de que ante el interés social la televisión pública ha de cubrir el acontecimiento, ni la de que ante la previsible concentración de público la autoridad ha de garantizar el orden. El carácter no oficial de la boda desmiente lo primero, y programas rosa hay para ocuparse de ella. El Ayuntamiento podría haber resuelto lo segundo de forma más discreta, atendiendo no sólo a los intereses de los contrayentes, sino al de los ciudadanos. Pero el dispositivo no garantizaba la normalidad, sino que protegía la excepcionalidad. Todo se ordenó a que la ceremonia no fuera molestada, en vez de a que la ceremonia no molestara. El viernes al mediodía la mayoría de Sevilla trabajaba: la normalidad de una ciudad que es más que procesiones, ferias, majas y toreros. Para esa mayoría, la boda hubiera sido una anécdota simpática si no se hubiera sacado de quicio, convirtiéndose en un agravio, una deformación de la imagen de la ciudad y una molestia ocasionada por la servil desmesura municipal. Otra vez le ha tocado a Sevilla hacer de Donnafugata, el pueblecito en el que el Gatopardo era recibido por el alcalde sudoroso vestido de etiqueta, por el párroco que hacía repicar las campanas y oficiaba una acción de gracias y por los lugareños agradecidos porque la Familia los distinguía con su estacional presencia veraniega. La desmesura del espectáculo informativo, la plaga rosa que nos azota en el fin de milenio, han magnificado el símil gatopardesco: no un pueblecito, sino Sevilla; no su modesto alcalde, sino la alcaldesa de la tercera o cuarta ciudad de España; no el cura párroco, sino los canónigos; no las callecitas de Donnafugata, sino la Avenida de la Constitución y parte del centro y de Triana cortadas. La ciudad, al contrario de quienes la representan, respondió con mesura, evidenciándose que el Ayuntamiento llenó el ojo servil-audiovisual antes que la tripa. Todo no ha cambiado para seguir igual, afortunadamente. Lo del viernes es exageración y mentira, y lo diario la verdad.
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