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Tribuna
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León rampante

El Athletic de Bilbao y el Valencia cambiaban golpes bajo la borrasca en uno de esos partidos esquinados que suelen decidirse cuando alguien deja un costado al descubierto. Parecían interpretar los papeles del local y el visitante, pero, desengañados en las primeras fintas, aceptaban el cuerpo a cuerpo y, sin una sola concesión a la esgrima, buscaban la yugular del enemigo. Inesperadamente cambió el viento del juego. Llegó Urzaiz y paró el cronómetro.En principio la jugada no prometía gran cosa. Era el viejo pelotazo bilbaíno que pone en fila a defensores y delanteros. Aleccionados por Ranieri, los valencianistas estiraban el cuello para prevenir alguna diagonal; arengados por Luis Fernández, los delanteros del Athletic se agarraban a su metro cuadrado. De nuevo habría que seguir el protocolo del juego aéreo: los chicos se elevarían juntos, y acto seguido, en cumplimiento de la ley de la gravedad, aterrizarían juntos. Cada cual caería sobre la huella de sus propias botas.

Se equivocaban, porque Ismael Urzaiz emprendió uno de aquellos ejercicios de levitación que Carlos Santillana había patentado muchos años antes y cuyo secreto consistía en subir con un segundo de adelanto y bajar con un segundo de retraso. Esta vez el problema se agravaba: habría que poner en órbita más de ochenta kilos de delantero centro. Fuera de los azares de la jugada, la situación era excepcional en sí misma; Ismael estaba en el Athletic y en la Selección después de haber pasado por el Madrid, el Albacete, el Celta, el Rayo, el Salamanca y el Espanyol y de haber sido desahuciado por la cátedra madrileña en uno de esos lamentables diagnósticos, escritos en mitad de un bostezo, que han acabado con tantos jugadores de la cantera. La ficha que le hicieron fue demoledora: al parecer se trataba de un pobre muchacho, algo rarito él, que a edad juvenil tenía coche, perro, sinusitis y tristeza crónica. En la desidia de lo cotidiano le valoraban más por el flequillo que por la cabeza. Hoy, por fin, a la salida del laberinto, allí estaba él. Con la nuca en tensión.

Nadie sabe muy bien cómo lo hizo. Vista desde el exterior, la jugada volvió a ser una de esas escenas montadas por ordenador en las que todos los personajes salvo uno se mueven a la velocidad natural. Mientras los demás se preparaban para recibir la pelota, Ismael encendió los propulsores, despegó verticalmente, asomó la cabeza sobre la hilera de autómatas y repitió, manipulando el tiempo y la moviola, el inolvidable efecto Santillana. Saltó a cámara rápida y remató a cámara lenta.

Luego, rarito él, celebró el gol a su manera. Volvió la espalda, bajó la cabeza y miró hacia el pasto como quien busca un trébol de cuatro hojas. No deja de ser extraño, porque él ya ha encontrado el suyo.

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