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Reportaje:EXCURSIONES: HAYEDO DE LA PEDROSA

Fuego sin llama

Uno de los secretos peor guardados de la naturaleza es que, entre E1 Pilar y Todos los Santos, el follaje de las hayas se pinta sucesivamente de brusco amarillo, naranja gaitero y punzó (el color rojo de la amapola). Cuando esto ocurre, los vecinos de Irati (Navarra) o de Saja (Cantabria) no mudan ni el gesto, porque allí hay hayas a patás. Pero a los madrileños, que sólo disponen de tres hayedos en 150 kilómetros a la redonda, la perspectiva de perderse este must de la temporada les provoca pesadillas horrorosas, y así pasa luego lo que pasa. Los tres únicos hayedos del Sistema Central habitan en sendas umbrías del macizo de Ayllón. En Madrid cae el de Montejo, donde hay que reservar con meses de antelación para asistir a la hora h (de hayas en sazón) durante un paseo obligatorio, en rebaño y con guía, que dura poco más que un desfile de la Legión. En Guadalajara, el de Tejera Negra, cuyo acceso está restringido a 150 vehículos para evitar aglomeraciones de dominguerus autumnalis. Y en Segovia, el de la Pedrosa, que quizá porque es el más chico -87 hectáreas, frente a las 250 de Montejo y 1.641 de Tejera Negra- y carece de protección oficial -el no ser parque natural favorece el anonimato-, no lo visitan más que cuatro caminantes solitarios, respetuosos y felices.

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En otoño, por supuesto

El futuro de estos bosques, en cualquier caso, no es de vivo color otoñizo, sino negro. Para empezar, el clima actual -escasas nieblas y acentuada sequía estival- dista mucho del que se encontraron las hayas durante la última glaciación, cuando colonizaron la península Ibérica procedentes del norte de Europa. Acurados estudios demuestran que, en el caso de Montejo, el índice de germinación de los hayucos ronda el 10%-20%, mientras que en el de la Pedrosa las semillas vanas frisan el 85%. Y, por último, está la burda actitud de ayuntamientos que los usan como señuelo para atraer a un odioso turismo gregario de autocar + hayedo + cordero asado.

Antes de que esto último también le ocurra al hayedo de la Pedrosa, vamos a acercarnos hasta las escarpadas laderas de cuarcita del puerto de la Quesera, donde el río Riaza nace arrebujado en un amoroso manto de Fagus sylvatica. La mera aproximación en coche desde la villa de Riaza es alucinante: a los cuatro kilómetros, dejaremos a la izquierda el desvío a Riofrío de Riaza -donde, según Madoz, ya en 1849 se labraban astiles para herramientas y sillas de madera de haya- y a mano contraria su embalse, para continuar valle arriba avistando desde cada curva el amarillo fúlgido de los sauces y chopos ribereños, el oro viejo de los robles, la sangre violenta de los serbales en las pedreras y el carmesí tornasolado de las hayas sobre el tapiz siempre verde de la brecina y la gayuba.

Una señal en la cuneta marca el umbral del hayedo. Aquí aparcaremos y, trepando por la máxima pendiente, culebrearemos entre troncos retorcidos y musgosos, bajo una tupida fronda, en una oscuridad casi total que impide medrar una sola brizna de yerba sobre un terreno yermo de bloques de cuarcita a los que se aferran como tentáculos las raíces de las hayas. Es un lugar irreal, de leyenda: "Las hayas son la leyenda./ Alguien, en las viejas hayas,/ leía una historia horrenda/ de crímenes y batallas". (Antonio Machado).

En media hora, tras rebasar la linde superior del hayedo, tomaremos a la derecha por un cortafuegos que nos llevará en otro tanto hasta el puerto de la Quesera, collado por el que se abre paso el asfalto entre dos colosos minerales: a poniente, el pico del Lobo; al noreste, la Buitrera. Ya con sólo caminar carretera abajo, cerraremos en un santiamén el círculo de nuestro breve paseo por el bosque gualdo y rojo. Un bosque de leyenda o de cuento que, si no lo mimamos -empezando por los excursionistas, que deben abstenerse de alterar un ápice este frágil enclave-, puede acabar consumiéndose cualquier otoño en un fuego sin llama.

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