Arquitectura
Comenzaron la construcción justo al lado de mi choza, en el pueblo, a principios de verano. Me sentó como una patada. Si me recluyo en un lugar tan apartado es precisamente para escapar del estruendo ciudadano y ahora, cuando más silencio necesitaba, se presenta una cuadrilla de jóvenes albañiles con hormigoneras y taladros a armar jarana durante meses. Lúgubre desesperación. Cabreo. Poco a poco fui conociéndolos uno por uno. Cada mañana a las ocho llegaban muy animosos y se ponían al tajo. El que canta boleros, el que va a ser padre, el que tiene un problema de pulmón, el que no puede estar quieto y se deja tomar el pelo por los colegas. Yo procuraba no enterarme, me ponía tapones en los oídos. Era inútil. Acababa escuchando. Cuando hablaban de la obra lo hacían en catalán ("passam els totxos, ves amb compte") o en barecha ("Ja faig yo la mescla"). Pero para hablar de sus cosas regresaban a la lengua familiar: "No sé qué ponerle al crío, ¿cómo te suena Francisco?". "Ponle Radomir, que es más chulo". A medida que levantaban la casa iban aproximándose a mi ventana, a veces nos saludábamos, ellos en el aire a contraluz, yo desde mi mesa. Les veía de sol a sombra, sábados incluidos, paseando por frágiles estructuras, recortados contra el cielo como ligeros y despreocupados saltimbanquis de Rilke, trabajando sin descanso y perpetuo buen humor.
Ayer, sobre la piel de cemento de la cubierta, uno de ellos grabó con el dedo: "1998". El signo quedará bajo la tejada, oculto como la firma de un constructor gótico. El oficio no ha perdido su orgullo. Ahora ya están cubriendo aguas. Dentro de poco se irán, o trabajarán en el interior, donde ya no se les ve ni se les oye. Volverá el silencio, pero no podré trabajar. No quiero que se vayan.
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