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El péndulo de Alá

Antonio Elorza

Cuando hace unas semanas fue hecha pública por los talibanes la noticia de la muerte de los diplomáticos iraníes apresados en Mazar-i-Sharif, el país pareció al borde de la guerra. El guía supremo de la Revolución, ayatolá Jamenei, anunció tres días de luto nacional y ofreció sus condolencias a toda la nación y a las familias de los asesinados. Pero ante todo dio su pésame al Imam Oculto, el duodécimo imam descendiente de Alí, califa yerno del profeta, el cual según la creencia shií desapareció voluntariamente el año 874 y que algún día volverá a la tierra para implantar definitivamente el reinado de Alá. Las palabras de Jamenei en días sucesivos, en especial su imponente discurso pronunciado el día 15 ante los enardecidos guardias revolucionarios, sugerían el desencadenamiento de esa misma guerra, incluyendo además una proyección interior contra quienes abusan de la libertad de prensa. Los adversarios interiores y los exteriores se fundían en la misma acusación: "El enemigo se ha embarcado ahora en un asalto contra la fe del pueblo y por desgracia algunos grupos descarriados ayudan al enemigo en el cumplimiento de ese fin. Aquellos que no tuvieron una presencia activa en la sagrada defensa, la guerra de 1980-1989 por la invasión iraquí, desarrollan hoy una peligrosa acción cultural para borrar la memoria de la sagrada defensa del país". El espectador de la televisión iraní tenía la impresión de que la acción militar contra los talibanes era sólo cuestión de horas y que la crisis bélica sería aprovechada para limpiar la casa de todo residuo de pensamiento laico. Todo ello legitimado por la sangre de los mártires, componente tradicional de la mentalidad shií. Sin embargo, no fue así. Sobre los muros de cualquier ciudad iraní puede leerse la consigna de que "obedecer a Jamenei es obedecer a Jomeini", pero sería erróneo pensar que el actual liderazgo religioso dispone de los mismos resortes de mando absoluto que obtuvo el fundador de la República islámica. No todo es obediencia a la hierocracia que encarnan los altos jerarcas religiosos y tal vez por eso la crisis de Afganistán se encamina hacia una salida opuesta a la prevista inicialmente de carácter bélico, apuntando hacia una creciente integración de Irán en el orden internacional. El levantamiento de la fatwa condenatoria de Shalman Rushdie sería la expresión más clara de esa voluntad: preservar el carácter islámico de la Revolución no debe equivaler a una restauración en nuestro tiempo de los procedimientos que en la Edad Media patentaran los asesinos, seguidores del "viejo de la Montaña", para la ejecución de los adversarios.

Con todas las cautelas que siguen inspirando los valores culturales de Occidente y el recelo ante Estados Unidos, cobra forma en medios oficiales iraníes la idea de que su visión del Islam ha de llevar el sello de la tolerancia por contraste con la intransigencia sunnita que inspira el wahabismo de la Arabia Saudí y que en Afganistán se está consolidando a sangre y fuego merced a la victoria de los talibanes. Por mucho que ello pueda sorprender al lector occidental, la prensa iraní contrapone en estos días el reconocimiento del status jurídico de la mujer y el rechazo del terrorismo en Irán con el aplastamiento de aquella y las prácticas sanguinarias que caracterizan a los talibanes: "La República islámica de Irán ha sido durante mucho tiempo víctima del terrorismo", apuntaba Iran News, el 21 de septiembre, para afirmar a continuación que "la República islámica de Irán ha promovido siempre el concepto de los derechos de la mujer" (sic). Los periódicos de Teherán no se limitan aquí al caso afgano y persiguen todo intento de penetración de lo que llaman el "extremismo islámico", de signo wahabita, en los países de la región, como Tayikistan. Es una búsqueda evidente de cambio de imagen respaldada por el tono y el contenido de la intervención del presidente Jatami ante la asamblea de las Naciones Unidas y sus declaraciones a la prensa internacional.

Para entender lo que ocurre en Irán hay que partir de que en contra de lo que se suele creer y escribir, el shiísmo en su versión Jomeini no es un fundamentalismo islámico. La noción de fundamentalismo implica desde sus orígenes la fidelidad absoluta al contenido literal de un texto sagrado sea la Biblia o el Corán. Es lo que representa la fe islámica mayoritaria, el sunnismo, donde en torno al Corán se tejen unos dogmas inamovibles respecto de los cuales sólo cabe una aplicación a otros temas por analogía. En el límite, la ortodoxia vigente en la Arabia Saudí, símbolo de actitud extremista para los iraníes, excluye toda modificación y propone recuperar los valores originarios del Islam. Por el contrario, el Islam shií reconoce la perspectiva de una interpretación creativa del texto sagrado a cargo del imam o líder religioso, en la estela de esos seguidores de Alí que a mediados del siglo IX desaparecieron por tiempo indeterminado con la figura del Imam Oculto, infalible como lo fuera Alí. Es el papel que en la segunda mitad de nuestro siglo asume frente a la impiedad del Shah el ayatolá Jomeini. Explícitamente puede hacer proposiciones más allá de la ley coránica, reconstruir la concepción islámica del poder político y convertirse de hecho en el profeta de esa nueva sociedad que en veinte años ha borrado dos mil quinientos de historia. Visto todo desde un enfoque occidental ese cambio puede parecer un enorme retroceso; realmente, la transformación introducida en la sociedad y en la política iraníes conjuga los elementos de repliegue con los que larvadamente pueden llevar a una mutación democrática.

Jomeini rechazaba la monarquía del Shah y también una democracia de tipo occidental. Su fórmula era el gobierno de los faquíes, de los expertos en la ley islámica presididos por el Guía Supremo de la Revolución, él mismo, pero no administran directamente la sociedad, sino que abren el cauce de una participación democrática en el marco de la hegemonía absoluta del Islam. Nada en el Corán apuntaba a semejante régimen y la innovación se justifica porque Jomeini era consciente de que el poder del Islam había de responder al doble reto de la civilización moderna, asumiendo sus logros técnicos pero eliminando todo riesgo de laicismo (corrupción, degeneración, libertad sexual). Para alcanzar ese fin, garantizando la soberanía de Alá era preciso el liderazgo institucionalizado de los faquíes. La depuración radical de las costumbres, con el alcohol y las mujeres como blancos principales constituyó la manifestación inicial de esa hegemonía recuperada de lo sagrado. La captura de rehenes norteamericanos y la guerra impuesta por Irak sirvieron para garantizar la cohesión social bajo el poder religioso. Islam primero nacionalismo a continuación. Y sobre una tupida red de represión policial, todavía hoy vigente, ayatolás y generales. No en vano el jefe de las fuerzas armadas depende, no del presidente de la República sino del Guía de la Revolución.

Son dos niveles, el religioso-político y el político, donde el primero se impone siempre al segundo, especialmente mientras vive Jomeini. Luego el alto clero shií seguirá en el vértice pero teniendo

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que contar con la opinión pública expresada a través de las consultas electorales. Unas veces porque sale elegido el candidato menos intransigente, caso de Jatamí en las recientes presidenciales, otras porque los votantes se desentienden de los cuerpos religiosos: en la última elección para la Asamblea de Expertos faquíes, previamente filtrados por el Consejo de Guardianes, intervino sólo el 37% del electorado. Su renovación, el próximo viernes 23 de octubre, es vista así como una prueba de fuego para el buen funcionamiento de ese sistema donde los elegibles son religiosos, el guía y los guardianes están por encima del presidente y del Majlis o Parlamento, hoy conservador, aun cuando pueda manifestarse la tensión generada en la sociedad civil. Es la baza que está jugando hábilmente Jatamí para promover la estabilización y la apertura a un tiempo.

De momento, las mujeres y los intelectuales son los perdedores, por este orden, si bien no desaparece cierta capacidad de juego, no tanta como acaba de probar el cierre del periódico Tous y la presión a los periodistas. El chador es signo de pudor, pero sobre todo es condición subalterna, de incomodidad y de falta de higiene en verano: la mujer se presenta siempre como ser inferior -ejemplo: cualquier chiquillo puede pegar con saña en público a su hermana mayor sin que ésta se defienda-, y por añadidura, hediondo. Como contrapartida, en Irán la mujer no desaparece de la superficie social y ejerce las más variadas profesiones, alcanzando incluso la condición de parlametaria y de ministra. Una tensión similar se da en el campo de la información. De ahí el malestar de los tradicionales y el valor de un Jatamí que lee a Alexis de Tocqueville para comprender a Estados Unidos. "No hay que fiarse nunca de un mollah", de un clérigo shií, dice en Irán un proverbio laico. Pero, dada la configuración de ese poder diseñado por Jomeini, solamente desde la instancia religiosa pueden ser abordados los procesos de cambio.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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