El hombre oportuno del deporte español
Carlos Ferrer Salat ha dado la sorpresa hasta para morirse. Nadie esperaba, conociéndole, que el presidente del Comité Olímpico Español fuera un candidato tan predestinado al infarto. A veces, las personas no son tan importantes por sus conocimientos, sino por estar en el momento oportuno en el sitio oportuno. Ése fue el caso de Ferrer Salat, el hombre oportuno. Ferrer Salat, cuantas veces se escriba la historia del deporte español, ocupará un puesto clave. Los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992, fueron el punto de inflexión. Ferrer Salat y Javier Gómez Navarro, entonces presidente del Consejo Superior de Deportes, demostraron que el sentido común y la capacidad de gestión superan muchas veces a los conocimientos en una parcela determinada.
La puesta en marcha del programa ADO de ayuda a los deportistas olímpicos parecía mucho antes de su creación una iniciativa obvia en el deporte ya claramente profesionalizado, pero tuvo que llegar Barcelona para que se produjera. Y Ferrer Salat fue decisivo. No era un conocedor profundo del deporte. Pero no lo necesitaba, como se ha demostrado. Los éxitos de 1992 y también los de Atlanta, en 1996, lo confirmaron. Su puesto era más diplomático y económico que técnico; y él mismo lo sabía cuando encajaba cualquier broma con un tremendo sentido del humor.
Su carácter conciliador, forjado en su formación empresarial, y bonachón; acostumbrado en el deporte a saber ganar, pero también a perder, hacía de él un perfil ideal de personaje para una transición. Aparentemente tranquilo, delgado, con una vida cuidada, aún deportiva (ahora practicaba el golf, que jugó hasta dos días antes de su muerte), ha llevado gran parte de un peso que, sin dar esa sensación y junto a sus preocupaciones personales, parece que le ha pasado factura.
Samaranch no tuvo dudas en incorporarle en 1985 como miembro al Comité Olímpico Internacional. Y dos años después, el destino, tras la trágica muerte de Alfonso de Borbón, le llevaría al Comité Olímpico Español, donde daría un golpe de timón absoluto. Siempre se podrá decir que los Juegos de Barcelona fueron un trampolín perfecto para convertir un organismo parásito, sin poder, enfrentado al CSD y simple agencia de viajes olímpica antes de 1987, en otro independiente y un futuro económico asegurado. Pero a juzgar por el trabajo que ha costado convencer a federaciones y presidentes sobre la modernización del deporte español, no es fácil que de tanto personaje enquistado en sus reinos de taifas hubiera surgido alguna alternativa. Sólo él. Por algo, ahora, en el momento de la sucesión, empiezan las incógnitas sobre quién podría tomar el testigo con garantías y cuando se despejan, ni siquiera parecen medianamente claras.
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