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Un lector, a oscuras

Son las 10.00 del 30 de septiembre en casa de G. G., un lector que vive en Barcelona. De pronto, desaparece el ronroneo del frigorífico y se apaga el reloj eléctrico. Son dos síntomas inequívocos: la luz se ha ido y nadie sabe cómo ha sido. Bueno, alguien sí lo sabe, como comprueba al abrir la puerta. Junto a ella hay una nota de Fecsa en la que se le comunica que se ha procedido a cortarle el suministro por falta de pago. G. G. aprovecha la luz de la mañana para buscar el recibo impagado: nada. Se pone una chaqueta y se dirige a las oficinas de la compañía, donde se le notifica que, efectivamente, debe la bonita cantidad de 11.982 pesetas. Nadie sabe explicarle por qué no ha sido avisado del corte, pero así están las cosas. El ciudadano se va a una caja de ahorros, hace un ingreso en la cuenta de Fecsa y avisa a la compañía. Acredita el pago y se va con la promesa de tener luz cuando llegue a casa. Cuatro horas después, sigue a oscuras. Llama a la compañía. Irán, irán. Seis horas después, cansado de la espera, se da la luz él mismo. Cuando llega el operario expresa su sorpresa y, como no hay nada que hacer, se va a donde corresponda. El lector reclama a este diario, que pone el asunto en conocimiento de la compañía. El 8 de octubre, la historia se repite. Fecsa asegura haber enviado los dos avisos, por correo ordinario, según dictan las leyes. El lector promete que no los ha recibido. Para la repetición, no hay explicación aparente. El asunto es claro: la legislación no obliga a llamar a la puerta en el momento del corte y los operarios lo evitan para no llevarse ingratas y amenazantes sorpresas. Tampoco Fecsa está obligada a asegurarse de que el abonado reciba el aviso. Y cuando la cuerda se rompe, quizá sin culpa de nadie, deja un damnificado: el usuario, víctima de una norma que sólo lo ve como pagano.

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